Ni el cine ni el porno me enseñaron a follar
Yo crecí llorando, sentada en la bañera vacía, observando la alcachofa de la ducha.
Pienso en cuánto me atrae en la literatura el asco y en cuánto me molesta fuera de ella el escrúpulo y me gusta el escupitajo y no soporto a la gente que nunca se mancha y que no compartiría una piruleta. Me siento frente a mi terapeuta en el sillón, empezamos a recordar y en esa infancia y adolescencia sin escupitajos encontramos asco. A mí nada me da asco fuera de esa consulta. Lo he dicho, no soporto el escrúpulo. Sin embargo, recuerdo y me entran náuseas. No conseguimos extirpar de mi cuerpo la sensación física del asco ante lo más mundano. Me recorre y me provoca sudores fríos y un muy fuerte dolor en las rodillas. ¿Qué hay en el asco que me hiere y me repulsa, pero me llama y me fascina?
Tenía 20 años la primera vez que vi a una mujer escupir a otra por un motivo que no fuera el odio, el asco o una riña de recreo, aunque incluso en el recreo escupir era algo que hacían más los niños. Lo hacían en el suelo de la pista roja de fútbol, mientras nosotras, que yo recuerde, hablábamos. Tengo alguna imagen y alguna canción que me recuerda que también jugábamos a la comba con Mercedes, la conserje. Tenía 20 años la primera vez que vi a una mujer escupir a una mujer que quería que le escupiesen.
Leo en los artículos y libros de autoras a las que admiro; escucho en la radio y los podcasts de esas mujeres y de otras muchas a las que admiro también; en cada documental; en cada charla a la que asisto… Uno de los grandes problemas de la sexualidad femenina y causante de muchas violencias sexuales es que ellos se han educado en el porno. Lo reflexiono y lo repito porque me parece cierto y coherente. Ellos se han educado en el porno- todas sabemos de qué tipo. Me pregunto ahora, adulta, con una vida sexual en la que no hay lugar para el género masculino: ¿quién nos ha educado a nosotras? Mi respuesta automática sería que nadie. Sería, también, mentira. Al menos a niñas como la que yo fui, de ordenador tardío y compartido, me enseñó -más bien, me intento enseñar- el cine. Hoy soy mucho más lectora que cinéfila, pero la única historia lésbica que había caído en mis manos era El color púrpura y no era una historia con la que una quisiese identificarse. La película no la he visto, quien lo haya hecho igual entiende por qué. A mí me enseñó a follar el cine y no creo que el porno lo hubiese hecho mucho peor. De manera menos violenta, sí; menos realista, no lo creo.
Como mujer y, sobre todo, como lesbiana, parezco poseer y anhelar, por disposición tan ajena como propia, la ilusión, la caricia suave. El sudor de los muslos debe llegar contrario al de la frente: con delicadeza, con lentitud, sin esfuerzo ni ruido, entre palabras aptas para todos los públicos. Mi relación con el asco es confusa porque “nos quieren blancas y níveas y puras” (como dice el poema Tú me quieres blanca, de Alfonsina Storni) y a mí nada de eso me hace sudar.
En Call me by your name- tanto el libro como la película y ambas las defendería hasta la muerte, Oliver se come el albaricoque en el que Elio se ha corrido hace ya rato. Lo hace porque Elio dice “I’m disgusting” y Oliver le devuelve el gesto, recoge su culpa y hace algo más asqueroso. Elio llora y se abrazan. Perro Pequeño en el libro En la tierra somos fugazmente grandiosos recibe un beso negro a orillas del río justo después de ensuciar durante el sexo, con su culo, el pene de su compañero.
Leo un fragmento de Carrying in the mouth de Nathan Walker. La escena no es sexual: Walker introduce en su boca adulta todos sus dientes de leche después de recibirlos como regalo por parte de su madre y la impresión de la imagen me congela, me maravilla. El acto es repugnante; la idea, brillante; la escena potentísima.
Repito: yo tenía 20 años la primera vez que vi a una chica escupir a otra con deseo en lugar de odio. Fue en el cine. Cursábamos algún año de la universidad y estábamos viendo Disobedience. La escena, o al menos la escena tal y como yo la recuerdo, era muy lenta. El plano, cercanísimo. Se veía la saliva descender de una boca hasta alcanzar la siguiente. Recuerdo quedarme muy quieta. Ya no lloraba tocándome, pero no sabía que una mujer pudiese escupir a otra con deseo.
Al salir del cine alguna de mis amigas comentó “el asco o la grima” o alguna palabra similar que le había producido. Recuerdo callarme mientras el resto mentían -hoy lo sé- o asentían con sinceridad. Mantuve la boca cerrada para no confesar que, lejos de producirme cualquier rechazo, a mí me había excitado. También el asco es patrimonio de los hombres porque ellos se han educado en el porno. Es suyo lo visceral y lo repulsivo. Nuestra es la sangre, pero suya es la saliva con la que hablan, escupen y violentan. Nuestro es el sudor de la frente y suyo es el sudor de los muslos.
Yo crecí intentando alcanzar el orgasmo imaginando a un hombre para demostrarme que no estaba estropeada. Yo crecí inventando fantasías cada día más violentas con cuerpos que me resultaban repulsivos para intentar con la misma violencia extirpar el error. Yo crecí llorando, sentada en la bañera vacía, observando la alcachofa de la ducha. Yo crecí violentándome a mí misma. Yo quise recoger todo mi deseo, atrapar cada instinto de mi cuerpo y situar cada impulso en el sitio que le correspondía, pero no funcionaba. A mí el cine no me enseñó a follar; fue otra mujer quien lo hizo. Aprendimos juntas, con cariño, con respeto y con pocas ideas preconcebidas; feministas y politizadas, aprendimos juntas a follar.
El deseo se construye, se destruye y se intenta construir otra vez. Al menos, esa es mi historia. Mi relación con el deseo es confusa. Esta es la primera vez que escribo sobre él, a pesar de leer y pensar en él, de reflexionar sobre él con frecuencia. Pero me ha costado tiempo encontrar un ejemplo en el cine y al cielo gracias que Sara Torres ha irrumpido en la literatura para quedarse. Que Luna Miguel escribió Ternura y derrota. Que The L word, con todo lo problemática que haya sido, existió y la escribieron lesbianas. Que mi hermana me ha escuchado hablar de esto durante horas. Al cielo gracias porque sino, no habría escrito esto, que si no ayuda a nadie más, al menos, me ha ayudado a mí.
Tanto la escena del albaricoque como la del escupitajo fueron fruto de la polémicas de las que la literatura escapa con mayor facilidad. La del albaricoque fue catalogada en un estudio hecho a mujeres como una de las escenas más excitantes del cine. ¿Qué pasaría si el mismo estudio se hiciese con lesbianas? ¿Veríamos Disobedience en esas listas? Deberíamos, por motivos que van más allá del escupitajo. Porque es sexo. Sin matices.