Misoginia libre y exenta de toda mezcla de otra cosa

Misoginia libre y exenta de toda mezcla de otra cosa

"Los niños son más nobles" y otras mierdas misóginas con las que hemos crecido algunas nos marcan irremediablemente. Nosotras, asquerosas, repipis, mandonas, gobernantas y malvadas, al menos, solemos saber limpiarnos bien el culo.

07/02/2024

Ilustración de Maria Ponomariova (iStock).

He crecido rodeada de pura misoginia. Quiero decir que he vivido rodeada de una misoginia libre y exenta de toda mezcla de otra cosa. Eso no quiere decir, sin embargo, que mi familia no haya tratado de disimularlo de distintas maneras, pero siempre han utilizado fórmulas torpes, de esas que rozan lo ridículo. Me han atormentando –y me atormentan– decenas de conversaciones y anécdotas. Especialmente, me rebota en la cabeza, como rebotan siempre los traumas, el día que mi madre y mi padre discutieron por algo relacionado con el dinero. Él se vio acorralado y no dudó: “¿Quién trae el dinero?”. Y, efectivamente, el dinero lo trae él.

Fue algo puntual. Lo más habitual es que mi madre presuma de ser ella la que “manda en casa” y, él, siempre entre risas, suele decir que es un “mandau”. Bueno, puede ser, pero la sartén la tiene él por el mango aunque no sepa dónde se guardan las sartenes en casa. Recuerdo también que, una vez, de niña, encontré una carta que mi madre le escribía a mi padre. Al parecer, en un viaje de trabajo a Madrid, había ido a un puticlub. No se me ocurre cuál es la fórmula políticamente correcta para hablar de estos espacios, ya lo siento. El caso es que ella se había enterado –recordad que es “la que manda”– y montaron algún sou. Eso no lo recuerdo, pero leí la carta y, aquellas palabras quedaron grabadas en mí como se graban los traumas.

Más allá de las discusiones de mis padres, que, por otro lado, son las típicas discusiones de muchos matrimonios heterosexuales, la misoginia se expresaba libre y exenta de toda mezcla de otra cosa en mi casa. Es una casa, por otro lado, formada principalmente por mujeres*. De mujeres cis heteros, de esas que se casan y aguantan. Mi abuela, de hecho, luce con orgullo en su habitación los posados forzados de las bodas de todas sus hijas. Era ese, y no otro, su principal cometido: casarlas bien, casarlas como Dios manda aunque ella no vaya nunca a misa. Todo se ha hecho siempre de cara a las vecinas y, por suerte, no tenemos muchas.

El caso es que, en una casa de mujeres* de bien, de mujeres* que hacen lo que hay que hacer, en una casa en la que la misoginia se expresa libre y exenta de toda mezcla de otra cosa, soy la única mujer* de mi generación. El resto son chicos heteros. Parecen majos, la verdad, pero nunca les he preguntado a sus novias qué opinión tienen sobre ellos. Mientras mi madre y todas mis tías estaban embarazadas –en momentos distintos, claro–, en todas las ocasiones, el comentario que más se repetía en mi casa, conmigo delante, era este: “Ojalá sea un niño, que son más nobles. Las niñas son todas asquerosas”. Así, entre basura, crecí yo. A veces, por disimular, decían: “Bueno, tú no”.

En esa afirmación hay mucha mandanga y hay un cometido. Primero, la mandanga. La profesora Ángeles Cruzado, de la Universidad de Sevilla, asegura en su artículo ‘La mujer como encarnación del mal y los prototipos femeninos de perversidad, de las escrituras al cine’ que “la dualidad que identifica al hombre con el bien y a la mujer con el mal ha estado siempre presente: en la mitología grecolatina, poblada de sirenas, sibilas, brujas y hechiceras, y en la tradición judeocristiana, que en libros como el Génesis y el Apocalipsis relaciona a la mujer con la serpiente y la presenta como bestia o prostituta”. Estamos, continuamente, ante la tesitura de elegir entre el bien y el mal. Las buenas mujeres*, las que eligen el camino correcto, no encuentran nunca la ansiada gloria –aunque algunas estén muy cerca–, pero las que deciden cuestionar su lugar en el mundo no logran nunca salir del infierno. “A la mujer se la identifica con la astucia, la monstruosidad, la locura, y con el empleo de artimañas y trampas para llevar al hombre a la destrucción”, dice también Cruzado. Es curioso porque, por otro lado, crecemos marcadas por el mandato de cuidar. La verdad es que no sé bien qué se espera de nosotras.

Dice Judith Butler que la identidad se construye a través de las “mismas expresiones que se dice que son sus resultados” y que “lo que hemos tomado como un rasgo interno de nosotros mismos es algo que anticipamos y producimos a través de ciertos actos corporales, en un extremo, un efecto alucinatorio de gestos naturalizados”. Así, por eso, somos de antemano una cosa y la otra y, así, por eso, en mi familia se ha naturalizado que las niñas son asquerosas, repipis, mandonas, gobernantas y malvadas. Todas las mujeres*, así, en general. Idénticas, que dice Celia Amorós. Lo que no sé tampoco es si lo creen también de sí mismas.

En esa tremenda creencia, promovida por las mujeres* de mi casa, también hay un deseo de género: pervivir a través de un varón. Vivir a través de sus maridos y trascender a través de los éxitos que cosechan sus nobles y buenos hijos. Ellos, todos, bien colocados. Ellos, que no saben lavarse los calzoncillos y, la verdad, tampoco creo que sepan lavarse bien el culo. Espero no estar pareciendo –Dios me libre– una de esas feministas que, como dice Alicia Murillo, se permiten “mirar por encima del hombro a sus madres”, pero sí creo que hay “malas madres”. No digo, ni mucho menos, que la mía lo sea. Pobre. Bastante ha hecho y bastante hace defendiendo el único lugar que le pertenece solo a ella: el de la maternidad. Eso sí, lo habita de maneras muy distintas conmigo que con mis hermanos. Ellos, nobles.

Blanca Lacasa Carralón, en Las hijas horribles, explica lo que pasa en mi casa cuando habla de “mujeres* anuladas” y con “la autoestima por los suelos”. Un “autoestima en cautiverio” que proviene de la falta de autoidentidad. “Vivo por los demás, no me construyo como un ser completo y mi único camino de realización es la propia familia y sus componentes. Seres para el amor sin amor propio”. Pues claro. Si tu autoestima y tu identidad van a depender de tu trabajo como madre, ¿quién quiere entonces criar mujeres*?

Download PDF

Artículos relacionados

Últimas publicaciones

Download PDF

Título

Ir a Arriba