Femenina o clandestina
Deberíamos huir hacia algún sitio donde no haya feminidades. O deberíamos convertir los sitios en los que estamos en lugares clandestinos. Dejando de cuidar, de reír las gracias, de follar por compromiso, dejando de adornar nuestros cuerpos para que parezcan correctos, dejando de escuchar a quien nos explica lo que ya sabemos, dejando de pensar que lo que no tenemos es porque no lo merecemos.
No hay punto medio. No hay otra opción. Todos los cuerpos marcados como mujeres tenemos que volvernos clandestinas si queremos sufrir un poco de libertad. Porque en la feminidad no hay espacio para la libertad, ni para respirar. Así te lo digo.
La feminidad es obedecer, servir y complacer. Es sonreír cuando algo no tiene gracia, es aguantarte las lágrimas de rabia, es decir que sí cuando es que no, es querer gustar y olvidarte de preguntarte lo que te gusta. Es no tener deseos. O esconderlos.
Para ser una mujer te cuentan que solo tienes que nacer, pero pronto aprendes que es un teatro diario, donde no hay telón y el mundo es el público. Tendrás que representar emociones que no sientes y disimular pasiones que te mantienen (un poco) viva. Tendrás que fingir que te duelen algunos duelos que son alivios, que te alegran sueños cumplidos que no son tuyos, porque tú no sueñas. Tendrás que vivir una vida a medias y aguantarte las ganas de todo, fingiendo que te importa lo que quiere, lo que piensa, lo que espera, el resto.
Piensa en tu comunión, en los lazos que te ponían de pequeña, en ese día atroz en el que te crecieron las tetas. En el asco y miedo que te daba cómo te miraban cuando tu cuerpo empezó a dibujarse sin líneas rectas, pero tú no sabías qué hacer con ellas. Cuando ya no podías —porque no debías— tirarte al barro, saltar en los charcos, correr sin camiseta, sentarte con las piernas abiertas, reírte a carcajadas, ir sin bragas, comer lo que quisieras. Piensa en los volantes, las horquillas, las puntillas, los botones, las cintas, los aros, las gomas, todos esos adornos que se han pegado a tu cuerpo para que se mantenga sujeto, obediente, florero y flor que adorna sin ruido y que existe para ser cortada, mirada sin interés y olida sabiendo a qué debería oler.
Piensa en los vestidos que no te han hecho princesa, ni delgada, ni educada, ni fina, ni guapa, ni virgen, ni frágil, ni grácil. En todas las cosas que le has hecho a tu cuerpo para que no se parezca a ti misma. La química, la crítica, la pintura, el hambre, la cera ardiendo, la culpa, las fajas, la pasta invertida en tu cuerpo erróneo.
Si has llegado hasta aquí sin llorar puede que seas clandestina. O puede que lo intentes sin querer. O que lo quieras intentar. Da igual. La cosa es que necesites salir de esa jaula transparente y sin ventilar que es la feminidad.
Ser clandestina es no ser todo lo que hay que ser para ser Una Mujer.
Ser clandestina es no ser blanca. Es no tener el cuerpo delgado y pequeño y la piel clara, el pelo brillante, largo y liso, los ojos de colores fríos.
Ser clandestina es no ser hetera. Es no tener relaciones sexuales volcadas en los deseos y los orgasmos de otros. Es no buscar el deseo ajeno y plantearse el derecho al propio.
Ser clandestina es no ser delgada. Es no tener un cuerpo pequeño y frugal que entre en la ropa bonita y en los ojos ajenos. Es elegir comer en vez de gustar. Es tener carne, en vez de huecos. Es ocupar espacio.
Ser clandestina es no ser decente. Es follar por gusto, por vicio o por alivio. Es follar con quien tú quieras y no con quien diga que te quiere. Es creer que tu cuerpo se merece lo que te pide.
Ser clandestina es no ser madre. Porque no quieres, porque no puedes o porque no tienes. Es que no haya nadie a quien estás obligada (por ley) a cuidar.
Ser clandestina es no acostumbrarte a callarte. Es dejar de intentarlo. Es decir lo que piensas, hablar sin pensar, decir cosas inoportunas y cosas intrascendentes y lo contrario.
A ver, no te equivoques. La clandestinidad es una mierda. A la gente le das pena, te tratan con condescendencia en las tiendas, te echan de los trabajos, te matan a hostias, te miran raro, te insultan, te buscan novio, dieta, ayuda, te ponen en otra mesa, se ríen y no a tus espaldas, te regalan cremas y cosas que no quieres, para arreglar lo que no crees que esté estropeado. Te explican tus traumas y te inventan tratamientos: amor, unas vacaciones, un buen polvo, comer verduras al vapor y proteínas a la plancha, no ser tan exigente, no ver, no ser.
No hay carnet de clandestina. No hay reglas. No hay mejores ni más auténticas.
Ser clandestina es llorar a escondidas, beber sin excusas, querer correrte, desear cerrar la puerta y abandonarles, preferir dormir sola, mirarte con respeto en los espejos, reírte de quien manda y elegir no obedecer. Es querer salir corriendo. Es querer contar cómo estás de verdad.
Deberíamos huir hacia algún sitio donde no haya feminidades.
O deberíamos convertir los sitios en los que estamos en lugares clandestinos. Dejando de cuidar, de reír las gracias, de follar por compromiso, dejando de adornar nuestros cuerpos para que parezcan correctos, dejando de escuchar a quien nos explica lo que ya sabemos, dejando de pensar que lo que no tenemos es porque no lo merecemos. Dejando de sostener con trabajo, con silencio, con miedo, con paciencia, con aguante, con aislamiento y no viviendo, el sistema que se construye y se mantiene sobre nuestra obediencia.
Deberíamos pensar en lo claro que tenemos en qué lado estaríamos si viéramos la feminidad representada en una fantasía distópica y a una resistencia de clandestinas peleando contra una esclavitud tenue pero evidente.
Deberíamos pensar para qué obedecemos.
Deberíamos preguntarnos qué queremos.
No me creo que queráis lo que tenemos.
Yo no pienso esperar a que nos abran de vez en cuando la celda para dar un paseo.
Yo me pongo a romperlo todo y ya, si no os venís, os cuento.