En un mercado laboral con IA, ¿quiénes son más irreemplazables?
Yo no tengo síndrome la impostora, aunque sí complejo de clase. Soy camarera, como lo podría ser casi cualquiera. Pero, si ser irremplazable es lo que determina el valor de un trabajo en el mercado laboral, ¿quién vale más ahora que avanza la Inteligencia Artificial?
Hace poco he vuelto a ver El bar Coyote y Burlesque y he estado reflexionando sobre cómo muestran el trabajo de camarera estas películas que evocan el sueño americano, sobre ese cliché de la chica de pueblo que siempre había deseado mudarse a la gran ciudad y convertirse en una estrella de la música pero, mientras eso no ocurre, sirve copas a desgana en una barra.
Ser camarera se nos presenta en esta trama como el perfecto antónimo del éxito: la camarera representa el fracaso, el punto de partida y su alter ego cantante representa el punto de destino, el éxito. Cabe esperar que a la protagonista la acompañe algún personaje que trata de convencerla de que ella es demasiado como para estar en un bar, de que ella tiene un don, y de que tiene que empezar a creérselo y perseguir su sueño. Es lo que ocurre en El bar Coyote, donde Violet (Piper Perabo), además de que sufre pánico escénico, tiene eso que llamamos síndrome de la impostora. El caso de Burlesque, afortunadamente, es el contrario: Ali (Christina Aguilera) es una tía insumisa y desafiante que no duda de su talento y que ansía impaciente que alguien, en su caso Tess (Cher), le dé la oportunidad de demostrar al mundo de lo que es capaz.
Para nuestra sociedad las camareras debemos ser ante todo humildes
Sabemos que existe una brecha de género en la autoconfianza, estando esta mucho más presente en hombres (no solo porque en importantes ámbitos la vida es más fácil para ellos, también porque están socializados en la iniciativa y el riesgo), pero el problema va más allá de que a las mujeres les cueste más ver su propia valía. La modestia es una norma de la feminidad, una característica que se espera y desea en nosotras. Y mientras muchos hombres se permiten fanfarronear hasta de habilidades que ni tienen (por cierto, deberíamos discutir si considerar androcentrista que no hayamos definido un “síndrome” para la autosobrestimación masculina y lo hayamos definido para la autosubestimación femenina), nosotras, incluso cuando no dudamos de lo que valemos, parece que sentimos que debemos fingir el síndrome de la impostora porque es inadmisible que una mujer vaya por la vida con la cabeza alta, a lo Ali. Más todavía si esa mujer es de clase baja, o como se suele decir, de origen humilde.
Para nuestra sociedad las camareras debemos ser ante todo eso, humildes. Ya sabéis, dicen de que todo el mundo debería trabajar en una barra alguna vez en la vida. Se supone que eso es lo que te enseña este trabajo visto como servidumbre: a ser humilde. Como Jesucristo cuando le lavó los pies a sus discípulos. Yo cuanto más escucho eso más chula me pongo. De hecho, me harto de decir que soy una pasada como camarera, no solo porque es una verdad objetiva, sino porque a la gente, especialmente a la de cierto nivel académico, le caigo simpática cuando lo digo. Se lo toman igual que cuando alguien hace la típica broma de “yo de cocinar no tengo ni idea, pero hago un sándwich mixto increíble”. No quedas de soberbia diciendo que vales muchísimo para algo a lo que nadie le da ningún valor. Otra cosa sería que yo dijera que tengo aptitudes como articulista, eso sería inaceptable, sobre todo viniendo de una camarera. Sin embargo, a la gente le ilusiona que escriba textos ensayísticos al mismo tiempo que me dedico a poner cubatas. Cuando lo descubren reaccionan como si hubieran encontrado en el metro a un músico callejero que sabe tocar sin haber pisado nunca un conservatorio. Siempre digo que les ilusiona porque les muestra que es posible tener cualidades y “fracasar” en el sistema, y como la mayor parte de la gente se siente fracasada, eso les alivia porque les comunica que, si han fracasado, puede no haber sido por no tener cualidades.
Algo que le agradezco inmensamente a la inteligencia artificial es que su irrupción ha hecho temblar bruscamente los cimientos de muchos dogmas sobre lo que consideramos que es no solo la inteligencia o el arte, sino también lo que consideramos que tiene valor. Recuerdo un artículo de Ctxt del año pasado, escrito por Víctor Pueyo, en el que este decía: “Todo el mundo asume que desempeñamos funciones que una inteligencia artificial ha declarado obsoletas. ¿Qué conciencia de clase puede emerger de un trabajo que sobra?”. Cuando leí eso me pregunté de qué mundo hablaba Pueyo, porque en el mío yo no veo a nadie preocupado porque la inteligencia artificial le deje sin trabajo. Al revés, lo que veo es a trabajadoras y trabajadores, a quienes siempre se les había tratado de reemplazables, sintiendo, por primera vez, que las personas más fácilmente sustituibles son, irónicamente, las que nos miran por encima del hombro.
Un descubrimiento que me fascina en el área de la inteligencia artificial es la paradoja de Moravec. Moravec es un investigador robótico austríaco que en la década de los 80 argumentó que, aunque parezca contraintuitivo, “el pensamiento razonado humano requiere de poca computación, mientras que las habilidades sensoriales y motoras no conscientes y compartidas con otros muchos animales, requieren de grandes esfuerzos computacionales”. Moravec explicó que es fácil conseguir que un robot exhiba capacidades similares a las de una persona adulta en pruebas de inteligencia, pero difícil o imposible replicar las capacidades perceptivas y motoras de un bebé. Uno de sus compañeros de investigación, Marvin Minsky, científico estadounidense considerado uno de los padres de la inteligencia artificial, escribió: “En general, no somos conscientes de nuestras mejores habilidades, somos más conscientes de los pequeños procesos que nos cuestan que de los complejos que se realizan de forma fluida”. La explicación propuesta para esto es que las capacidades que todas y todos compartimos son las más sofisticadas porque son las más antiguas, su diseño biológico tiene millones de años más de evolución.
Es más fácil que un robot exhiba la inteligencia de una persona adulta a que replique la capacidad motora de un bebé
Me parece bellísimo que ahora que una máquina puede ganar al ajedrez hasta al mejor jugador del mundo, a la vez cualquier vulgar bebé pueda ganar a las máquinas en a saber cuántas actividades, para nosotras, insignificantes. Esto de que algo que todo el mundo tiene en común pueda tener más valor que algo que solo dominan unos pocos es poesía para almas colectivistas como la mía. Si ya antes no me parecía que tuviera sentido que un trabajo valga menos por el hecho de que pueda desempeñarlo casi cualquier persona, ahora que muchos trabajos que pueden desempeñar escasas personas pueden ser realizados por burdas máquinas (externalizados a burdas máquinas), pues no te quiero contar. Pero una cosa es lo que me dicta la cabeza, y otra es cómo el mundo nos hace sentir.
Yo nunca he tenido síndrome de la impostora, en realidad. Espero que se me esté notando en este artículo. Sé bien a lo que podría y a lo que no podría llegar. Lo que sí me persigue, por más que corra, es el complejo de clase. Una parte de mí con la que trato de ser indulgente, aunque me provoque culpa y vergüenza, lleva demasiados años desesperada por poder decir que soy otra cosa que no sea camarera, desesperada por poder excusar el haber sido camarera como mucha gente de izquierdas excusa que Irene Montero haya sido cajera de supermercado (como es mi madre), diciendo que eso fue algo temporal, mientras estudiaba para ser lo que supuestamente de verdad es. Otra parte de mí quiere decir que yo siempre seré camarera, incluso aunque nunca más vuelva a pisar una barra, porque es un trabajo que aprendí a hacer, igual que alguien que estudió arquitectura se presenta como arquitecto o arquitecta incluso aunque nunca llegue a ejercer esa profesión, porque la aprendió. Pero, a la hora de la verdad, me cuesta responder cuando me preguntan –habitualmente, con altas expectativas- en qué trabajo, me cuesta mantenerme en ambientes (laborales, de ocio o de militancia) donde la mayoría tienen una carrera, o valorar iniciar una relación con alguien con quien haya esa diferencia de estatus. Tiendo a ser evasiva con eso no por sentirme insuficiente, como suele interpretarse, no por un síndrome de la impostora, sino porque en esas situaciones se manifiestan las gruesas líneas del sistema que nos separan en clases, y me obligan a tener presente cuál es la mía.