Una mirada crítica al discurso contra el trabajo sexual
¿Por qué no se escucha a las trabajadores sexuales autogestionadas en la elaboración de leyes que tendrán efectos demoledores en su supervivencia? ¿Por qué solo se escucha a aquellas que convienen al relato de víctima de trata, destrozada física y emocionalmente, agradecida de la salvación de un feminismo que fundamenta parte de su ideología en las ruinas del cristianismo? ¿Por qué las abanderadas del abolicionismo no se implican en la lucha contra la trata que suponen la ley de extranjería, la irregularidad administrativa y los contratos de migración circular?
Imagen del documental 'Oro rojo'.
Un adolescente deambula por los exteriores de un campo de personas refugiadas. Su nombre es Mo, tiene 17 años y hace varios huyó de Irán atravesando peligrosas rutas que lo condujeron a Grecia. En el trayecto entre Macedonia y Serbia fue víctima de un robo con fuerza del que su rostro y su cuerpo conservan dolorosas señales. Después de dos años atrapado en un centro de detención de migrantes, la realidad de Mo es ese pedazo de Grecia. Es ahí donde la vida perfila sus estrechas posibilidades de futuro. Como el resto de niños retratados en Shadow Game, documental dirigido por Eefje Blankevoort y Els van Driel, Mo ha crecido desplazándose sigilosamente para cruzar las fronteras de Europa, a pie la mayor parte del camino. En un momento del filme va acompañado de un perro que adoptó a pesar de lo precario de su situación. Lo ha criado y lo cuida, le ha puesto el nombre de Baste. En el campamento escasea la comida. La asignación mensual de 50 euros no alcanza para vivir. El gastado tatuaje que luce en su mano, Life is war, se convierte en un triste lema cada día. Sus sueños de volver al colegio y fraguarse una vida mejor chocan con las fronteras listas para triturar seres humanos. Empujado por la violencia del campamento y las rutas migratorias, Mo intercambia sexo por dinero para sobrevivir.
El trabajo sexual masculino ha sido menos cartografiado que el femenino por una multitud de factores de índole social. En el interior de la prostitución masculina conviven realidades diversas que no son el objeto del presente artículo ni podrían ser abordadas a cabalidad en él. La historia de Mo, y la de tantos otros jóvenes que pasean por las calles de Saly, La Habana o Marrakech, de la mano de hombres de cualquier país y estrato social, o de mujeres europeas, maduras, de clase media, camino de un hotel o un callejón donde culminará el intercambio sexual que los vincula durante un limitado espacio de tiempo, no es más que la vía introductoria a una crítica más amplia, centrada en las reiteradas carencias del discurso contrario al trabajo sexual. Un discurso sordo que fabrica comparaciones insostenibles y peligrosas, que reproduce silogismos envenenados sin aceptar la palabra que debería ser válida por encima de todas en este contexto: la voz de las trabajadoras autoorganizadas que reclaman desde hace tiempo una interlocución respetuosa.
Para desgranarlo, una vez recordado que una parte del trabajo sexual masculino también surge ante condiciones estructurales de violencia y desposesión material, propongo comenzar rebatiendo la analogía de la violación, y desde ese punto recorrer las distintas lagunas simbólicas que caracterizan la postura abolicionista, atendiendo a los diversos riesgos que la propagación de este ideario supone para las trabajadoras sexuales y el conjunto de la sociedad, en contraposición a una posición proderechos.
¿Alguien se atreve a restar valor al testimonio de violación de alguna otra trabajadora porque es un hecho esperado o posible en su entorno laboral?
Asimilar a una trabajadora sexual con una persona violada va contra los derechos de muchas mujeres. Cobrar por un intercambio sexual consentido jamás puede ser equiparado a una violación, o estaremos fomentando un contexto donde las trabajadoras sexuales se abstendrán de denunciar porque una parte considerable de la sociedad entiende que su trabajo consiste en ser o poder ser violada. Cuando lo cierto es que una trabajadora sexual puede ser violada mientras sale del cine de noche o está en una fiesta, como cualquier mujer, y puede ser violada en el desempeño de su trabajo igual que una temporera, una trabajadora del hogar y de los cuidados o una actriz. ¿Alguien se atreve a restar valor al testimonio de violación de alguna otra trabajadora porque es un hecho esperado o posible en su entorno laboral? ¿Hemos olvidado el estigma que el patriarcado asigna a la palabra puta para justificar su violencia machista? En lugar de normalizar la violación y repetir que “los puteros pagan por violar mujeres”, deberíamos apoyar una lucha enfocada en la obtención de derechos laborales para todas. Y pelear por garantizar la igualdad en el acceso a la denuncia enfrentándonos juntas a la ley de extranjería, que aleja a las mujeres en situación administrativa irregular de las comisarías desde donde pueden ser deportadas mientras formalizan una denuncia por agresión.
Desde otro ángulo, la analogía de la violación perjudica a cualquier víctima real que no se atrevería a denunciar a su padre, hermano, padrastro, vecino, jefe o novio, porque la sociedad se encuentra más cómoda ubicando la violación en un escenario no familiar, no íntimo, en el que solo te violaría un hombre que no te conoce. Asimilar al cliente con un violador contradice lo que sabemos y sufrimos desde hace tiempo: que la mayoría de las agresiones sexuales se cometen dentro del entorno familiar, un 80 por ciento en el caso de niñas y niños, según el informe de Save the Children fechado en octubre de 2023.
Los datos arrojados por la Encuesta Europea de Violencia de Género 2022, publicados por el Ministerio de Igualdad, permiten radiografiar los intersticios reales de la violencia que se gesta tras los visillos: “En el Estado español 3.614.235 mujeres, de entre 16 y 74 años, han sido víctimas alguna vez de algún tipo de violencia tanto física –incluyendo amenazas– como sexual fuera de la pareja. (…) Cuando el ámbito se circunscribe a la pareja o a la ex pareja, la cifra aumenta hasta las 4.806.054 mujeres que revelan haber sufrido violencia psicológica, física o sexual”. En lo que respecta a esta última: “725.839 de las mujeres que han tenido pareja se han visto obligadas a mantener relaciones sexuales por miedo a lo que pudiera pasar si se negaba”. Ante estas estadísticas, ¿cómo podemos contaminar el uso de la palabra violación?
Otra reacción habitual consiste en alimentar un imaginario gore a través de la cruenta descripción de todo cuanto acontece en torno al cuerpo de la mujer en este intercambio. Asumir la penetración y la violencia como únicas formas de un acto sexual convenido entre dos personas adultas alimenta la hipersexualización y deshumanización de las mujeres. Un maltrato verbal que, otra vez, remite al estigma vinculado a la palabra puta y nos contagia a todas. En suma, las analogías escatológicas vertidas contra los cuerpos de las trabajadoras sexuales desvelan nefastos impulsos propios de la cultura de la violación.
El 52,1% de las mujeres migrantes trabajadoras del hogar y de los cuidados consultadas afirmó haber sido víctima de acoso o violencia sexual en el trabajo
Desde el plano laboral, la explotación femenina es una constante fuera de los clubes de carretera, debido, en parte, al alto porcentaje de mujeres dentro de la población trabajadora en situación administrativa irregular. Sin embargo, entre los rostros y corrientes feministas con acceso al poder legislativo no existe un impulso real de luchar contra la trata de personas migrantes en otros sectores, derogar la ley de extranjería o aprobar la ILP Regularización Ya, gestos todos que subvertirían el estatuto de desprotección que pesa contra algunos colectivos. El reciente informe ‘Violencias Sexuales en las mujeres migrantes trabajadoras del hogar y los cuidados’, de la oenegé Por Ti Mujer, revela que el 52,1 por ciento de las mujeres migrantes trabajadoras del hogar y de los cuidados consultadas afirmó haber sido víctima de acoso o violencia sexual en el trabajo. De ellas, apenas un 9 por ciento se atrevió a denunciar. Del 91 por ciento restante, 33 por ciento no denunció a causa del miedo, y un 45 por ciento debido a la inseguridad de su situación administrativa. Por su parte, SEDOAC denuncia que el 66 por ciento de las mujeres migrantes del sector ganan un promedio de 776,28 euros, casi un 60 por ciento por debajo del salario mínimo, y que la media diaria de trabajo son 16 horas estando en régimen de interna.
En el sector agrícola, la Memoria de Actividades de Jornaleras de Huelva en Lucha perfila el vivo retrato de la explotación que sufren las trabajadoras del campo, muchas sujetas a los penosos acuerdos de migración circular. Del total de casos atendidos en 2023, un 55 por ciento denunció incumplimientos de derechos laborales; un 19, impago de salario; y un 25 por ciento haber recibido pagos inferiores al salario mínimo. El cortometraje documental Oro Rojo, dirigido por Carme Gomila, proyecta una polifonía de mujeres marroquíes que reclaman sus derechos desde los campos de Huelva, enfrentándose a las dimensiones estructurales de su explotación y al feminismo blanco como herramienta del capitalismo racial.
La entrada en vigor del Pacto Europeo de Migración y Asilo impulsada por el PSOE y su Gobierno de coalición, junto al resto de países de la UE, implicará la apertura de otro centro de internamiento de personas extranjeras (CIE) en Algeciras, una cárcel de proporciones gigantescas donde serán encerradas madres y criaturas en tránsito migratorio. Otro CIE donde se mantendrán los niveles de crueldad que ya se permiten en los siete que se mantienen en funcionamiento dentro del Estado español, y contra los que no existen, reitero, pulsiones legisladoras de reforma dentro del feminismo institucional.
Por último, comparar el trabajo sexual con el tráfico de órganos o la gestación subrogada, como se hace en determinados espacios, demuestra que quien establece esa analogía lo hace desde un paradigma moral que considera que en ese intercambio se pierde algo irreparable. Alguien que concibe el sexo como un desgarramiento de su ser. Pero un coito no es equiparable a un órgano. Tampoco a gestar, parir y entregar una criatura. Equipararlos es una decisión de índole moral, legítima para quien lo considere así, pero ilegítima para esgrimirla como absoluto y mucho menos para argumentar la implantación de una ley. No se puede legislar a partir de una alegoría insostenible. Así mismo, es irrespetuoso con quien lo ha padecido referir estas situaciones como parábolas manidas, carentes de significado y reivindicaciones propias. El tráfico de órganos y la gestación subrogada no son homologables entre sí ni con el trabajo sexual. Dialécticamente, desplazar la discusión a un territorio distinto solo provoca ruido.
Las trabajadoras sexuales sindicadas o unidas en colectivos autogestionados son más efectivas en su lucha contra el capitalismo, el colonialismo y todas las formas de opresión que muchas mujeres instaladas en la política institucional
Hay fuentes que tienen acceso a la palabra pública y la usan para emitir juicios totalizantes, pero parecen desconocer que el derecho de las trabajadoras es una cuestión de ética y de justicia económica y social. Las trabajadoras sexuales sindicadas o unidas en colectivos autogestionados son más efectivas en su lucha contra el capitalismo, el colonialismo y todas las formas de opresión que muchas mujeres instaladas en la política institucional. Caer en la lógica de que la mujer únicamente “es prostituida” en condiciones de trata, en lugar aceptar que también ejerce la prostitución de manera autogestionada, aunque ello no le permita dejar atrás la precariedad, es pretender restar toda capacidad de agencia y hace un flaco favor al feminismo anticapitalista que dice defender. Ironizar con el mito de la libre elección es un pasatiempo que las trabajadoras sexuales preocupadas por su supervivencia no se pueden permitir, un elemento que no forma parte de su argumentario, donde sí se incluye una fuerte crítica contra el sistema de opresión racista, colonial, capitalista y patriarcal del que formamos parte; tal como alegan en el artículo ‘Derechos para todas las prostitutas’, publicado por el colectivo Putxs en Lucha. “Las trabajadoras sexuales jamás hemos proclamado el mito de la libre elección, el cual es una invención abolicionista. Nosotras hemos vivido en primera persona todos los condicionantes que llevan a las mujeres al trabajo sexual. Llevamos denunciando la desigualdad estructural y reclamando alternativas laborales para quienes quieran abandonar la prostitución desde bastante antes que las autoras de la LOASP decidieran, en noviembre de 2019, redactar una ley que incluiría esas medidas sociales. Nosotras jamás hemos hablado de una libertad individual al margen de la libertad colectiva”, escriben.
En la misma línea, igualar públicamente la lucha pro-derechos a un ensalzamiento de la trata, del proxenetismo, de toda forma de coacción y violencia contra las mujeres es un peligroso sofisma que ratifica la sordera que señalaba al principio. Falsea y excluye uno de los argumentos más relevantes de las trabajadoras sexuales, tal como lo expresa Kenia García, portavoz del Colectivo Prostitutas de Sevilla y del Movimiento Regularización Ya: “Criminalizar la prostitución favorece la trata. La penalización de la prostitución (…) obligará a las mujeres a ejercerla en condiciones de mayor clandestinidad, expuestas a más inseguridad, abusos y explotación”. Ello, unido al retroceso que supondrían los registros de antecedentes penales por prostitución, situación denunciada por el English Collective of Prostitutes, aproxima la amenaza reaccionaria a nuestro futuro común.
¿Por qué no se escucha a las trabajadores sexuales autogestionadas en la elaboración de leyes que tendrán efectos demoledores en su supervivencia?
Todo ello deriva hacia preguntas concretas. ¿Por qué no se escucha a las trabajadores sexuales autogestionadas en la elaboración de leyes que tendrán efectos demoledores en su supervivencia? ¿Por qué solo se escucha a aquellas que convienen al relato de víctima de trata, destrozada física y emocionalmente, agradecida de la salvación de un feminismo que fundamenta parte de su ideología en las ruinas del cristianismo? ¿Por qué no funciona la industria del rescate y se le siguen destinando recursos públicos que la trabajadoras sexuales gestionarían mejor para cubrir necesidades concretas de compañeras en situaciones de crisis? ¿Por qué las abanderadas del abolicionismo no se implican en la lucha contra la trata que suponen la ley de extranjería, la irregularidad administrativa y los contratos de migración circular?
Hace unas semanas, ante una comitiva que incluía a Irene Montero, Rebe, integrante del Sindicato de Trabajadoras Sexuales de Argentina, afirmó: “Para nosotras, violencia política es negar la existencia a las trabajadoras sexuales. Nos merecemos y queremos que ustedes dejen de infantilizar nuestras decisiones, y que a la hora de legislar y escribir leyes, nos llamen a la mesa para escribirlas en conjunto con nosotras”. Ninguna ley abolicionista eliminará ni limitará de forma contundente la prostitución. En cambio, forzará a miles de mujeres a trabajar en entornos de mayor violencia y clandestinidad. Mujeres que reclaman su espacio político y que saben, como sabemos tantas, que legislar sobre sus vidas sin escucharlas, reproduce y alienta el sistema patriarcal.