La tribu del coño estropeado

La tribu del coño estropeado

Cándidas, bifobia y omnipotencia 'new age'

Ilustración de @maria_conejo para 'Pussypedia, la guía total'

10/07/2024

Somos muchísimas más de lo que podíamos imaginar. En cuanto una abrió la boca, el resto empezaron a brotar como hongos y bacterias en un superíntimo #metooginecológico. “A mí también me pasa”, dice una, “llevo meses con este problema y no se va”, añade otra, “lo he intentado todo, pero mi coño sigue fuera de control”, brama una tercera, “¿también os ha pasado que el médico os ha hecho sentir mal por cómo y con quién folláis?”; a la intervención de esta última, todas asienten.

El coñodrama empezó un día en que estaba manchada de más tu ropa interior. “Qué raro, ¿no? ¿Por qué tendré tanto flujo? Bueno, ya se me pasará”. Los días se sucedieron y aquello no dejó de aumentar. Cada vez que ibas al baño a hacer pis, al limpiarte con el papel higiénico notabas cierto espesor. Y cada mañana, al despertarte y quitarte las bragas para meterte en la ducha, te encontrabas con una mancha gruesa. Con las semanas, incluso la parte más íntima de tu ropa interior empezaba a clarear, como si la acidez de tu flujo dejase la marca de un fantasma hurgando la tela para siempre. ¿Braguitas de marca? No way!

Primero una amiga te recomendó que te untases aceite ecológico de almendras dulces en la vagina después de la ducha. Por dentro y por fuera. Ras-ras. Durante un tiempo, este consejo funcionó. El aceite generaba una película protectora y mantenía tu flujo a raya. Pero un par de semanas después tu flora vaginal se volvió a descontrolar.

De pronto, tu flujo se empezó a cortar y a veces notabas cierto picor. Pediste cita en tu centro de salud y te la dieron para tres semanas después. Cuando llegaste a consulta, tu coño producía un queso cottage. El médico levantó la ceja y te preguntó si habías tenido relaciones de riesgo. Le diste una vuelta mental a los últimos meses antes de que empezara “la situación” (porque en las últimas semanas, lo de tocamientos ahí abajo, ni de broma) y le dijiste que bueno, que más o menos sí, que depende de qué se consideren relaciones de riesgo, porque con personas con pene siempre utilizabas condón pero con personas con vulva no solías usar protección y, aunque la posibilidad de infecciones de transmisión sexual es baja, pues haberlas haylas.

Tu médico de cabecera tragó saliva: “¿Cuántas parejas sexuales has tenido en el último mes? ¿Son más habituales con hombres o con mujeres? ¿Tienes una pareja estable?”. Y ahí es cuando te empiezas a mosquear.

Tu médico de cabecera tragó saliva. “¿Cuántas parejas sexuales has tenido en el último mes?”. Le contestaste que ninguna, que llevas ya casi dos meses con ese problema y que desde que pediste cita, tres semanas atrás, era imposible mantener relaciones sexuales que involucrasen tus genitales. “¿Y en los últimos seis meses? ¿Son más habituales con hombres o con mujeres? ¿Tienes una pareja estable?”. Y ahí es cuando te empiezas a mosquear: “¿Es vinculante para lo que tengo con quién me haya acostado?, ¿no me podéis hacer pruebas y ya?”. Tu médico de cabecera (que desde la semana siguiente dejará de serlo porque cambiarás de profesional en busca de alguien que no te haga sentir juzgada) te insiste en que hay que valorar las prácticas sexuales que has realizado y a cuánto riesgo te has expuesto. Le acabas nombrando cada una de tus parejas del último año y hasta haces una broma con que hiciste petting con una muchacha en la tienda de campaña Quechua de un festival. Tu médico no se ríe. Un público difícil. Te manda una citología y un exudado y te vas de ahí con más vergüenza por tu vida sexual que por tus bragas de requesón.

Las pruebas dan negativo. La última vez que vas a ver a ese señor con bata, te dice que no tienes nada, que quizá haya una pequeña proliferación de hongos o bacterias debido a las prácticas sexuales de riesgo, pero que es tan mínima que no es reseñable ni merece la pena poner medicación. Le insistes en que a veces te escuece y te pica, y que no tienes relaciones sexuales por ello. Te insiste en que las pruebas están perfectas. Que también puede ser que simplemente tu flujo esté cambiando con la edad y que tendrás que acostumbrarte. Te sonríe y te pregunta: “¿Querías algo más?”. Estás tan cabreada que dejas de insistir.

Vas a la farmacia y le cuentas el percal. La farmacéutica es un amor y te dice que cuánto lo siente, que ella también ha tenido temporadas de infecciones por vaginosis bacteriana y cándidas, y que se pasa fatal. Te dan ganas de abrazarla, pero en vez de eso compras varios productos de Ginecanesten por valor de lo que te cuesta la cesta de comida semanal. Durante dos semanas, parece que funciona.

Luego te baja la regla y a la semana de la última mancha de sangre, el flujo extraño vuelve a renacer. Esta vez enseguida se convierte en queso cottage y empieza a picar. Vas a urgencias. En el triaje explicas tu situación y la enfermera tuerce el gesto como si no fuera lo suficiente importante para que acudas al hospital, pero es que no sabes a dónde ir. Le explicas lo de los grumos, el picor, el olor. Te pasas en el hospital tres horas en las que te vuelven a preguntar dos médicos diferentes por tu vida sexual. Procuran poner pokerface cuando les dices que tienes varias relaciones no monógamas y que eres bisexual. Te vas de allí con una receta de Metronidazol y una insistencia para que vayas al centro de salud si vuelven los síntomas y no al hospital.

El Metronidazol parece funcionar, pero a las tres semanas, tras la siguiente regla, vuelves a empezar. La mañana en que te despiertas con el manchurrón en las bragas no puedes evitar una blasfemia en alto. Hurgas en internet, descubres la clínica Sandoval. Allí la doctora no se sorprende de tu actividad sexual pero sí pone cara rara cuando le explicas los síntomas. No entiende por qué acudes a un centro específico de infecciones de transmisión sexual por unas cándidas. Te explica que no son una infección de transmisión sexual, porque se pueden producir de manera espontánea por un desajuste en la flora vaginal. Le cuentas que ya son meses que llevas así, que te pica un montón y que, cuando piensas que se ha ido, vuelve, que ya ni te apetece follar, que sientes que tienes el coño reventado. Sin verlo venir, te echas a llorar. La doctora se apiada y te dice que te van a hacer pruebas aún así, que aunque sean cándidas te pueden recetar medicación.

Los resultados vuelven a dar negativo. De todas, te receta Fluconazol y te apunta en un papelito un gel prebiótico de CumLaude. Te dice que mucha suerte y que si eso no te sirve, que acudas a tu médico de cabecera para que te derive a ginecología, pero que es verdad que no hay muchas más pruebas que se puedan hacer. Antes de que te levantes, te pregunta: “¿Y no puede ser que estés estresada?”. No entiendes bien la pregunta, pero le dices que quizá y te vas.

Empiezas a socializar tu problema con algunes amiguis y tu colega jipi holística te dice que a lo mejor es algo emocional, que es verdad que llevas mucho tiempo mal con tu pareja principal y que a lo mejor tu cuerpo está sacando la tensión por ese lado. Reconoces que en algún momento tú también lo habías pensado pero que últimamente estáis mejor. Miras en internet “cándidas” + “problema emocional” y te salen miles de resultados, incluidas sesiones de biodecodificación. Te empiezas a agobiar y decides cerrar el ordenador.

El Fluconazol tiene el mismo efecto que las medicaciones anteriores. Lo sigues socializando con amigues y a muches les ha pasado. Te recomiendan otros productos sin receta que les han funcionado: crema Laurimic, Ginecanesten en óvulos, crema y gel, Cumlaude en óvulos, espuma y gel, prebióticos y probióticos, ampollas de Melagyn, Rosalgin granulado en solución vaginal… Los intentos con diferentes productos de la farmacia duran meses. A veces parece que lo has controlado, pero a las pocas semanas te das cuenta de que no. Pareces Lisa Simpson en ese capítulo en que le pegan un chicle en el pelo y todo el mundo tiene una idea genial para quitárselo. Acaba con una plasta la cabeza que casi le deja el cuello girado.

Estás hasta el coño, literal.

Decides volver a tu centro de salud. Otras tres semanas de espera para la cita, y la doctora, que por suerte es más amable que el anterior, te dice que es un problema muy común, que cada vez acuden más mujeres a consulta con molestias vaginales y te pregunta por tus prácticas sexuales de nuevo. Le contestas que las cándidas no son una ITS, que te lo ha confirmado una especialista en Sandoval, y se mosquea ante el cuestionamiento de su profesionalidad. Te da un volante para ginecología. “Ya te llamarán”.

Entremedias conoces a dos chicas que te gustan y te alejas despavorida de cualquier situación de ligoteo con ellas pensando en tu coño estropeado. Tu autoestima está por los suelos. Un día de absoluta desesperación decides hacerte un seguro médico privado y acudir a una ginecóloga de la que te han hablado muy bien.

Llegas a la cita y sientes que has hecho toda una peregrinación hasta alcanzar tu destino final. La consulta dura media hora y te hace muchas preguntas sobre hábitos de vida y alimentación. Te cuenta que la flora vaginal está muy relacionada con la microbiota intestinal. Te recomienda bibliografía como la PussyPedia de Zoe Mendelson y Hablemos de vaginas de Miriam Al Adib Mendiri. Esos libros engrosan tu microbiblioteca chuminesca formada por el Manual de ginecología natural de Pabla Pérez San Martín.

Te vas de allí con varias recomendaciones: deporte moderado, cero azúcar, cero café, cero tabaco, reducción considerable de harinas y alcohol, y lavarte únicamente con agua, sin ningún tipo de gel especial ni jabón. En la oficina te preguntan por qué ahora siempre te organizas y llevas táper, y les dices que tienes un problema de intolerancias recién diagnosticado porque te da vergüenza reconocer que tu chichi huele mal. De hecho, has pasado tanto tiempo así que piensas que ya toda la oficina sabe que tu chichi huele mal. Es un pensamiento irracional. A veces piensas que se te está yendo la perola. Te has olisqueado muchas veces el pantalón y no huele fatal, pero ese olor está tatuado en tus fosas nasales y piensas que todo el mundo sabe que tu flujo es raro y apestoso. Llevas meses sin follar. Hay días en que te has llegado a preguntar si no estarías obsesionada y el problema estaba en tu cabeza, ignorando el picor y escozor con el que convivías diariamente, sin darte siquiera esa legitimidad.

Tener cándidas o vaginosis bacteriana es enfrentarte a un sistema médico que te juzga y  te exige encontrar tú misma la solución

Un mes después de tu dieta superrestrictiva, tras cocinarte un montón y centrarte verdaderamente en solucionar el problema ―aunque te cueste muchísimo tiempo y el deporte, sobre todo al principio, te haya dado ganas de vomitar― tu vagina vuelve a la normalidad. Piensas que es temporal como las otras veces que has probado curas mágicas, pero no. Cuando vuelves a tu ginecóloga privada, le llevas unos dátiles ecológicos sin azúcares añadidos como agradecimiento por su labor. Se alegra de que el cambio de dieta y hábitos hayan funcionado y te sonríe diciendo: “A veces sólo hace falta parar y centrarse en lo que es importante de verdad”.

Parar y centrarse en lo que es importante de verdad. Parar y centrarse en lo que es importante de verdad: el cuerpo, tu salud. Lo único que tienes, que tenemos, que somos. Cuidar aquello esencial que relegamos en el listado de tareas que componen el trajín diario, eso es.

Tu historia es la de Flor, la de Ana, la de María, la de Luz, la de Ander, la de Leticia, la de Jon, la de muchas personas que pertenecemos o hemos pertenecido a la tribu del coño estropeado. “Sí, tíe, a mí también me ha pasado”. Según la Pussypedia, hasta el 70-75% de las personas con coño padecerán una infección por hongos en algún momento de su vida. Este porcentaje se dispara si metemos en la ecuación ejes de opresión como el racismo y la pobreza.

Tener cándidas o vaginosis bacteriana es enfrentarte a un sistema médico que juzga tu orientación sexual y tus prácticas sexuales (sin ser siquiera ninguna de ellas una infección de transmisión sexual) y es toparte con un discurso new age que enseguida te responsabiliza del poder que tienes para curarte de una enfermedad física si atiendes a lo emocional. Veladamente te exigen “si no encuentras la solución, el problema eres tú, que no haces lo suficiente para estar bien”, y se quedan tan a gusto con semejante afirmación.

La solución a las incomodidades que afectan a les compañeres de la tribu del coño estropeado no es acudir a una ginecóloga privada y cambiar de dieta. La solución depende de lo que te está pasando a ti en particular. Puede tener un origen multicausal y precisa de un tratamiento personalizado. La solución está en que tengas derecho a una asistencia sanitaria pública de calidad sin tiempos de espera insoportables, que no te juzguen, que no te agredan diciéndote que te gastes doscientos euros mensuales en terapia por si se trata de algo que has somatizado (como si nos lo pudiéramos permitir).

La solución está en poner la mirada en lo macro, en lo estructural y social, en qué está pasando para que las enfermedades autoinmunes y las intolerancias se estén disparando en la población. La solución está en hacer frente al problema de contaminación ambiental que vivimos en ciudades como Madrid. La solución está en colectivizar los malestares y buscar herramientas que podamos socializar, en que nos empoderemos como enfermas soberanas de nuestros cuerpos. La solución está en que tengamos tiempo para descansar y alimentarnos bien. La solución reside en cambiar los ritmos frenéticos que llevamos como sociedad, que no nos permiten siquiera parar cuando el cuerpo nos está gritando auxilio.

No dejes que tu historia sea un tabú.
El problema de tu vagina no es sólo tuyo.
¡Bienvenides a nuestra tribu del coño estropeado!

 

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