Antirracismo
A dos años de la masacre
Ojalá que las muertes en Melilla, en el mar Mediterráneo, en las cárceles y en los CIES formen parte de esta memoria colectiva que reivindica el Orgullo, porque también son nuestras muertas y tienen los mismos responsables.
Marlaska (dcha.) en el acto de entrega de los Premios Arcoíris del Ministerio de Igualdad. / Fotograma del vídeo del acto
El lunes 24 de junio se cumplieron dos años de la masacre de Melilla donde 37 personas fueron asesinadas y cientos se encuentran aún desaparecidas. A dos años de estos hechos no hay ningún responsable imputado, nadie ha asumido responsabilidad ni penal ni política. Marlaska no solo ha repetido en su cargo como ministro del Interior sino que a vísperas del día del Orgullo entregaba el premio “arcoíris” del Ministerio de Igualdad al centro penitenciario Soto de Real por su programa para población LGTBIQA+ reclusa. Así, no solo existe total impunidad sino que los responsables políticos cuentan con mayor reconocimiento institucional, tanto del Gobierno como de un Ministerio que se nombra feminista.
Masacres, desapariciones, derechos LGTBIQA+, premios, cárceles, día del Orgullo, izquierda y feminismo conviven en un contexto donde la violencia hacia las comunidades migrantes y racializadas no solo se ha profundizado, sino que se invirtieron importantes sumas de dinero y esfuerzos políticos para institucionalizarla, como lo refleja el Pacto Europeo de Migraciones y Asilo (PEMA) recientemente aprobado. Ante esta situación, surge la pregunta de por qué los colectivos y las personas LGTBIQA+ galardonadas, en vez de tirarle el premio por la cabeza al ministro, decidieron sonreír y fotografiase con él. Es difícil, tratar de entender la convivencia “armónica” de estas cuestiones pero trataré de aportar algunos elementos de análisis.
En primer lugar, no es nueva la crítica de la despolitización y del pinkwashing que el colectivo LGTBIQA+ enfrenta. Más en un contexto actual donde las reivindicaciones de las disidencias sexuales son utilizadas para legitimar genocidios, como ocurre en Palestina con el Ejército sionista israelí. Todavía resuenan las críticas de Sylvia Rivera y Marsha R. Johnson, revolucionarias travestis, contra los esfuerzos del movimiento gay por la integración en la sociedad capitalista estadounidense. Lo que pronosticaban como un peligro ahora es algo cotidiano, al menos, en Barcelona. Aquí podemos vivir un estilo de vida feminista o lgtbfriendly totalmente ajeno a las violencias racistas y clasistas que se ejercen a nuestro alrededor. Podemos ir a la mani del Orgullo (sea la crítica o la oficial), luego ir a fiestas y reivindicar nuestra visibilidad mientras la misma policía que ejerce brutal violencia contra los vendedores ambulantes en la plaza Cataluña escolta nuestras fiestas.
En segundo lugar, la institucionalización de los estudios de género y queer ha contribuido a despolitizar y neutralizar la radicalidad de las propuestas que surgían de los movimientos sociales. En la actualidad, existe un sector académico queer y feminista que en su intento por acceder o permanecer en la universidad se queda ajeno a las luchas y violencias que ocurren cotidianamente en las calles. Ello sumado a desarrollos teóricos que contribuyen a generar identidades cerradas e individualistas, donde las aproximaciones a los problemas sociales se realizan solo desde una dimensión, ya sea de sexo-género, de clase, de orientación sexual. Lo cual contribuye a mantener una mirada fragmentada de la sociedad donde la mayoría de los debates se limitan a disputar el mayor grado de opresión.
Por último, estas miradas contribuyen a mantener y reforzar las violencias que se ejercen contra aquellas personas que, al ser despojadas de su humanidad, no entran en la categoría de “mujer”, “disidencias” o “clase” que las izquierdas del Reino de España defienden. El estilo de vida feminista y lgtbfriendly que nos ofrece este sistema moderno colonial se asienta en la normalización de la violencia hacia aquellos que son entendidos como “radicalmente otros”, incluso esencial o culturalmente homófobos y machistas. Nos hace creer que la violencia que se ejerce “contra ellos” en las plazas, en los Cies y en las fronteras, no tiene nada que ver con “nuestras luchas” feministas y queer, o incluso que nos “protegen”.
Sin embargo, esta protección ilusoria contribuye a profundizar el sistema constitutivamente violento en el que vivimos y que amenaza a quienes no cumplan con los estándares de la “normalidad europea” (blanquitud, clase, cisheteronormatividad). Frente a un sistema que insiste separar las luchas, en fragmentarlas y en convertirlas en estilo de vida, es urgente crear redes y organizarnos contra las distintas formas de violencia que este sistema genera. Ojalá que las muertes en Melilla, en el mar Mediterráneo, en las cárceles y en los CIES formen parte de esta memoria colectiva que reivindica el Orgullo, porque también son nuestras muertas y tienen los mismos responsables.