El diagnóstico autista desde una perspectiva revolucionaria

El diagnóstico autista desde una perspectiva revolucionaria

El diagnóstico psiquiátrico no sólo funciona como "herramienta de cribado", sino como estrategia estatal-sanitaria. Sanciona y prescribe una forma de diferencia social: "tú eres normal, tú anormal"; "tú te adaptas mejor al régimen de trabajo, tú no". A pesar de la ilusión de que el diagnóstico nos puede "dar herramientas para entender mejor qué nos pasa o cómo somos", lo cierto es que lo único positivo que hace es darnos un concepto explicativo.

Integrantes de la organización del primer Orgullo Loco en Madrid./ Manuel Borte (Wikimedia Commons)

17/07/2024

Como persona trans autista, siempre me confundió la paradoja en la que suele instalarse el activismo trans mainstream. Si bien parece haberse escorado estos últimos años a posiciones más izquierdistas, su crítica más insistente desde hace quince años se limita a la despatologización, en parte como paso necesario para la autodeterminación de género. “No estamos enfermas”, decimos, y exigimos autonomía corporal. Y es cierto: la historia de la condición trans en los manuales de psicopatología, como la del resto de “desviaciones sexuales”, no es más que la historia de la moral sexual tradicional de la vieja Europa. No es más que el grito de un cura con bata de médico.

Pero entonces, ¿qué pasa con las otras víctimas de la violencia psiquiátrica? La despatologización trans es un paso necesario en el objetivo sencillo de tener mayor autonomía, agencia, como se la quiera llamar. ¿Por qué entonces no somos capaces de ubicar el rol de la patologización en el complejo psiquiátrico de vigilancia, control, encierro y torturas?

Las experiencias trans revelan constantemente el diagnóstico como una forma institucionalizada de chantaje

Esta es también la limitación en la que permanece una parte de los activismos neurodivergentes: “necesitamos más y mejores diagnósticos”. Por ejemplo, las mujeres autistas, particularmente aquellas que no cuentan con las herramientas conceptuales para comprenderse así hasta la adultez, están “infradiagnosticadas”.

La responsabilidad ni siquiera tiene por qué recaer sobre los constructos que emplea el DSM para categorizarnos así. Por ejemplo, yo personalmente me veo mejor representada en (o, por recurrir a un guiño althusseriano, “interpelada por”) los rasgos definidos en el diagnóstico de autismo que en los marcados para la “disforia de género”. En mi caso, con ya cinco años en hormonas, puedo decir que modificar mi cuerpo y, en él, mi autopercepción, me ha salvado la vida; pero, aun así, tuve que inventarme una historia que encajara con los prejuicios típicos para que un señor que no me conocía de nada me diera un informe diagnóstico.

En realidad, las experiencias trans revelan constantemente el diagnóstico como una forma institucionalizada de chantaje. Aunque oficialmente se presenta como “exacta” o al menos “médicamente válida” y juiciosa —al fin y al cabo se basa en la palabra de “expertos”—, no hay persona trans que no haya descubierto, por las buenas o por las malas, que para obtener ese reconocimiento hay que fabricar primero un relato narrativo y corporal que evoque imágenes concretas: feminidad o masculinidad aceptadas —sexistas—, heterosexualidad, sufrimiento. (Algo que, para el caso de las personas asignadas hombre al nacer, a veces implica tener un “pase de follabilidad”: “despertar” el deseo fetichista de hombres).

El diagnóstico psiquiátrico no sólo funciona como “herramienta de cribado”, sino como estrategia estatal-sanitaria. Sanciona y prescribe una forma de diferencia social: “tú eres normal, tú anormal”; “tú te adaptas mejor al régimen de trabajo, tú no”. A pesar de la ilusión de que el diagnóstico nos puede “dar herramientas para entender mejor qué nos pasa o cómo somos”, lo cierto es que lo único positivo que hace es darnos un concepto explicativo.

Por un lado, a menudo estos son sólo vestigios de la psicopatología decimonónica —como el trastorno límite de personalidad (TLP) hiperfeminizado, cajón de sastre que tiene prácticamente la misma utilidad que la “histeria femenina”—; otras veces son conceptos de los que podemos reapropiarnos, como hemos hecho repetidamente con el autismo. (Sobre diagnóstico y autismo, Robert Chapman cuenta con algunos artículos muy clarificadores).

La patologización de los “trastornos mentales” es generalmente una estrategia para particularizar e individualizar los destrozos producidos por un mundo organizado desde la violencia

Desde esta perspectiva, por cierto, el “autodiagnóstico” es un contrasentido más que otra cosa: el diagnóstico es una herramienta estatal con propósitos propios, estén estos implícitos o explícitos, queramos —o nos fuercen— o no a recurrir a ella. Decir que una puede diagnosticarse presenta el mismo fallo lógico que decir que una está “censurando” a alguien cuando no tiene ningún poder para decretar y efectuar censura alguna. El “autodiagnóstico” es la simple reapropiación.

Como ya se ha dicho y repetido (por ejemplo: Carrol Frazer, Mad World, 2023), la patologización de los “trastornos mentales” es generalmente una estrategia para particularizar e individualizar los destrozos producidos por un mundo organizado desde la violencia y de formas que nos discapacitan constantemente.

Los casos no terminan en los problemas de ansiedad, la depresión y las ideaciones suicidas. La soledad impuesta, la violencia en la familia o el robo del capital a trabajadores o inquilinas, por no hablar del dispositivo de violencia policial en el que viven —y mueren— personas racializadas y trabajadoras sexuales, producen monstruos; una se ve forzada a sobrevivirse como puede.

Hay una razón por la que nadie sale mejor de las cárceles, ese sumidero social que hace las veces de fábrica de horrores, igual que hay una razón por la que parece tan difícil hablar de ellas: hay un dolor impuesto estructuralmente que determina nuestras posibilidades vitales.

El dispositivo psiquiátrico produce personas “mentalmente trastornadas” que, una vez diagnosticadas, pasan a ser vistas y tratadas permanentemente como una consecuencia de su “enfermedad”. Esto tiene un peso social muy claro, pero va mucho más allá y se extiende de las maneras más brutales al ámbito médico. Las consecuencias más evidentes se ven en las políticas de encierro, vigilancia y tortura que llevan a cabo los “hospitales” psiquiátricos. Como me dijo una amiga: “Rosa, preferiría morir a que me encerraran otra vez”.

El sufrimiento no termina al salir del psiquiátrico: la amenaza de la incapacitación y de “encierro involuntario” ante cualquier conducta que sea mínimamente percibida como “disruptiva” está siempre ahí. La psiquiatrización es un proceso de deshumanización y desposesión de autonomía, una amenaza permanente de tortura; un excepcionalismo político que produce sujetos abyectos cuya humanidad puede ser revocada.Tampoco podemos pensar la psiquiatrización sin considerar cómo se estructura desde el capacitismo. Si hay una imagen del autismo grabada en el imaginario médico y popular a fuego es la del niño —masculino marcado— que no habla ni soporta el contacto físico. La cuestión no es que esta idea esté incompleta, que lo está. Lo importante, lo que esta lógica “apolítica” no puede pensar, es que la imagen sirve a una catarsis neurotípica de la vulnerabilidad; evoca una descualificación social específica —lo que Tobin Siebers (Disability Aesthetics) denomina “estéticas de la descualificación humana”— y rehabilita el rol de “salvadora” de la cuidadora.

Para reconocer la discapacidad, el Estado exige dependencia y vulnerabilidad; impone una cierta precariedad existencial.

El “niño autista” y su puzle azul quedan atrapados como una mitografía, forma ideal de una discapacidad sobrevenida: es una carga de la que cuidar, un problema del que hacerse cargo, una ausencia personificada y petrificada de las capacidades que definen la “humanidad” misma desde la filosofía antigua —la capacidad de hablar, de ser social, de autonomía; de sanar—. Como lo define une amigue: “Mientras no molestes, no es discapacidad”.

El cuadro de autismo no sólo trata de cumplir una función descriptiva y clasificatoria, sino que va acoplado a funciones auxiliares, integradas en el cómo hacemos y debemos hacer la vida como tal. El “diagnóstico tardío” de autismo se produce por considerar su disfuncionalidad algo “leve”, no conforme a la vida social sino conforme a la capacidad corporal abstraída para producir.

Para reconocer la discapacidad, el Estado exige dependencia y vulnerabilidad; impone una cierta precariedad existencial. Plantea un chantaje: “si “puedes” cumplir las tareas básicas de trabajo, no te podemos considerar discapacitada”.

Cualquier persona que se haya enfrentado a un diagnóstico de autismo se ha encontrado con las preguntas pertinentes. Une amigue me comenta: “La señora que valoraba mi discapacidad estaba todo el rato: ‘Pero vas a clase aunque no hables con nadie, ¿no?’, ‘Puedes hablar y socializar, aunque sea por internet'”. Y una amiga: “Me dijo que hablaba bien y no tenía ‘deficiencias cognitivas’, que lo mío era ansiedad y que tenía que acostumbrarme a no usar apoyos”.

Este chantaje en el que se desprecian permanentemente la clase de problemas y sufrimientos que vivimos —por ejemplo, la incapacidad para “conseguir” empleo, que nos aboca desproporcionadamente a la pobreza y empuja al trabajo sexual, conexión que incomodará a las “abolicionistas” patrias— inhabilita la autonomía general de las personas discapacitadas, reconocidas o no, por medio del régimen de trabajo y del trabajo (feminizado) de cuidados.

La prioridad debería situarse en construir alternativas efectivas desde la accesibilidad

A través del chantaje, el Estado apuntala lógicas y prácticas que estipulan qué significan, presuponen e implican en la sociedad capitalista la discapacidad, la vulnerabilidad, la dependencia y los cuidados. En otras palabras: en la medida en que se inscribe en los circuitos sociales de la vida humana —en la capacidad corporal-orgánica para “funcionar” socialmente y producir; en los flujos de cuidados y su institucionalización tanto en la familia como en las cadenas globales, incluso en el tejido asistencialista—, produce políticas de la corporalidad social, la vulnerabilidad y los cuidados.

Desde luego, podríamos plantear algunas preguntas al respecto. ¿Qué significa ser discapacitada —no como un “ser” una eso, sino como estar producida de esa manera—? ¿Qué clase de disfunciones quedan vetadas del reconocimiento social y por qué?; y ¿qué clase de futuros se destinan a estas personas? ¿Qué supone tener acceso a la vulnerabilidad y los cuidados en la sociedad capitalista?; y ¿qué supondría construir una organización alternativa del trabajo, y del trabajo de cuidados en particular?

Todos estos interrogantes pueden ser útiles para pensar más a fondo lo que he señalado en el resto del artículo, pero la prioridad debería situarse en construir alternativas efectivas desde la accesibilidad. Si centramos nuestras discusiones y preguntas desde una perspectiva revolucionaria, esta no es más que una de las facetas de la lucha del “capital contra la vida” (al decir de Amaia Pérez Orozco); sin embargo, la accesibilidad es aquí el proceso de hacer lo más universalizables posible nuestras oportunidades y posibilidades de vida.

Y, aunque estoy bastante segura de que a más de uno no le gustará recordar esto, la accesibilidad es uno de los principios fundacionales de una sociedad socialista —en la que no vivimos para mantener el ciclo del capital, sino por y para el hecho sencillo y absoluto de vivir una vida propia—: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.

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