Un buen par II: dos gemelas, un solo error

Un buen par II: dos gemelas, un solo error

Si te gustó 'Un buen par', no te pierdas la segunda parte de este divertido viaje por las apps de ligar.

Texto: Too Match

Ilustración de Oleg Lyfar (iStock).

02/10/2024
Lee la primera parte: Un buen par

No fue el lunar bajo el ojo izquierdo ni el piercing en la nariz. Tampoco el flequillo recto y largo, enredándose en las pestañas, lo que me hizo ver que no se trataba de R. De pequeña solía recurrir a detalles insignificantes, como una diadema de color diferente o una inicial grabada en una gargantilla de comunión, para no confundir a dos seres idénticos con identidades todavía imprecisas. No hizo falta. La teoría de la tabula rasa de Locke (que nacemos sin cualidades innatas y que estas solo aparecen con la experiencia) se materializaba ahora en dos cromos de Tinder, y no había que buscar las siete diferencias para constatar de un vistazo que R. y R1. eran dos versiones radicalmente distintas de la misma persona.

Lo único que no podían evitar tener en común era su fisionomía y astrología: R. y R1. eran gemelas y géminis. Pero si R. era una víctima del wellness, R1. había sido abducida por el mindfulness, una secta contemporánea importada directamente de la India por algún CEO de Silicon Valley que fue a explotar minas de litio y regresó descubriéndose a sí mismo, y que ha logrado penetrar en Occidente básicamente porque nadie la entiende muy bien pero es fácil de secundar, ya que consiste en sentarse en el suelo a escuchar vídeos de lluvia en YouTube y hablar bajito como si estuvieras hasta las cejas de Valium.

A diferencia de su hermana, que presumía de tener licencia para sacar sonrisas y un abdomen plano, R1. era psicóloga y estaba volcada en el cultivo de la psique, afición que resaltaba en su perfil de Tinder con aquella famosa frase de Martín (Hache): “Yo hago el amor con las mentes, hay que follarse a las mentes”. Yo con el cuerpo me conformo, pensé, pero aquella parecía una excelente razón para llegar con la mente muy abierta a las citas.

Mi primer impulso, sin embargo, no fue deslizar a la derecha (chorprecha). En lugar de eso, me agobié y cerré la app con la esperanza de que, al volver, R1. se hubiera esfumado. Vale que ligar con varias desconocidas a la vez sea la tónica general en Tinder. Vale que la endogamia sea el éter que nos envuelve a las lesbianas en esta nuestra microgalaxia, pero ronear simultáneamente con dos gemelas excedía los límites de la poca moral que me quedaba a esas alturas.

Cada vez que iba de Madrid a casa de mis padres y abría Tinder, R1. saltaba al cabo de dos o tres perfiles, como una presa reclamando ser capturada, y yo sistemáticamente soltaba el móvil por miedo a dar en el blanco. Entonces, esperaba un tiempo prudencial inversamente proporcional a mi aburrimiento, y entraba de nuevo a probar suerte. Una actitud que rozaba la ludopatía, y con la que podría haber terminado como una de esas octogenarias de Las Vegas; esperando paciente el jackpot de la tragaperras con el bíceps hinchado de tirar de la palanca, el rastro de una gorra de la Warner deformándole el cogote y un piti colgando del labio inferior.

Un día, ocurrió. Como si no hubiera estado esquivando aquel momento con todas mis fuerzas, abrí Tinder, R1. apareció, deslicé a la derecha e hicimos match. Así de fácil. Todo un año tirado por la borda en un nanosegundo en el Metaverso. Fue un impulso lo que me movió, tal vez por la misma razón que nos empuja a comprar la enésima camiseta básica blanca de Zara: por si acaso. Por eso, y porque necesitaba sacarme de la cabeza a S. cuanto antes.

Un par de meses antes, S. y yo habíamos hecho match en Tinder y, aunque no había cuajado, su recuerdo había logrado abrirse un huequito en mi mente. Una butaca lejana y con visibilidad reducida desde la que S. tarareaba en la distancia.

Soy consciente de que, cuando mis amigas me aconsejaron hablarlo con la psicóloga, no se referían precisamente a tener una cita con una. Pero no perdía nada por intentarlo, así que aproveché que iba a pasar unos días de vacaciones en casa de mis padres para quedar con R1.
Era agosto y, como no queríamos convertirnos en la primera cita Tinder que termina en muerte por insolación, decidimos esperar a que cayera la noche. R1. me esperaba sentada en una terraza del barrio universitario, por aquellos días vacío de estudiantes. Habrían pasado más de diez años desde la última vez que coincidimos, y verla fue como cruzarse con una desconocida cuya cara te suena (y a la que no sabes muy bien si saludar).

R1. llevaba vaqueros pitillo, una blusa fruncida de flores en escote de barco descubriéndole las clavículas, bolso acolchado de Tous y unas Victoria rojas sin cordoneras, lo que me hizo concluir que seguramente en el Humana la temporada de 2006 lo estaba petando.

Cuando la abracé, me embistió una bocanada de Don Algodón y váper de sandía. R1. era una pija redimida, una clase social venida a menos que llegó a constituir la pequeña burguesía de la hora del recreo, y a cuyas integrantes es fácil identificar porque siempre portan vestigios de su edad dorada que les recuerdan que cualquier tiempo pasado fue mejor, que desarrollaron una artrosis temprana derivada de cargar con siete kilos de pulseras en cada muñeca y que hoy tratan infructuosamente de encontrar su sitio en el mundo, un lugar entre Dani Martín y Rozalén.

Me pedí un tercio y ella un tinto de verano con fanta de limón. Hacía un par de meses que había empezado a pasar consulta en un gabinete, y entre sorbo y sorbo me fue contando las bondades de la Gestalt, terapia que practicaba y cuyo principal logro ha sido convencer a toda una generación de jóvenes precarizadas de que la solución para lidiar con la ansiedad pasa por gastarse 60 pavos por una hora sentadas delante de una silla vacía.

Aproveché para saciar mi curiosidad con todo lo que siempre quise saber sobre psicólogas y nunca me atreví a preguntar, como qué ocurre si te bloqueas en plena sesión, o si las psico también van terapia (y si no es frustrante pagar por algo que tú misma sabes hacer y por lo que ya te pagan). Me respondió que lo hacían por la misma razón que una peluquera va a que le corten el pelo: porque hay rincones de la cabeza a los que una sola no llega.

Creía que la conversación iba bien (bien en el sentido de que había logrado coger los mandos y lanzar muchas preguntas, mecanismo preventivo para evitar hablar de mí misma), hasta que R1. dio un volantazo para soltar la bomba que se había estado guardando toda la cita: “¿Por qué nunca le diste una oportunidad a mi hermana?”.

Me lo preguntaba con un poso de resentimiento, como si de alguna forma compartiera aquella afrenta con R. Solo entonces descubrí que ella había sido la artífice del perfil de su hermana, y de aquella frase ingeniosa con la que presumía de licencia para sacar sonrisas que a punto estuvo de hacerme deslizar a la izquierda.

Miré a mi alrededor buscando un botón de eject que dejara vacío el diván en que se había convertido mi silla, pero afortunadamente el camarero llegó con la cuenta y pagamos (es la única manera de salir de consulta).

Aquel verano, R1. y yo terminamos enrollándonos. Habría sido un excelente salseo que contarle a mis amigas, y sin embargo no fui capaz. Tardé semanas en soltar prenda y, cuando al fin lo hice, la historia se parecía más a la confesión de un crimen que a un amor de verano. En esta ocasión no me hizo falta hablar con mi psicóloga. Me bastó con escuchar a Karol G para entender que no sería tan fácil. La estrategia para borrar a S. no había funcionado, pero por lo menos me ahorré una sesión de terapia.

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