En defensa de la paranoia

En defensa de la paranoia

¿Sabrán las sectas que los miércoles son perfectos para la captación?

Texto: Elisa Coll

El personaje de Ansiedad en Inside Out 2./ Pixar

“¿Estás enfadada conmigo?” preguntas a tu amiga, y la ansiedad de confirmación es casi tan grande como la ansiedad del descarte. Si está enfadada, horror… ¡pero tenías razón! No te equivocaste. Si no lo está —”Tía, ¿cómo voy a estar enfadada?”— queda OTRA VEZ al descubierto una paranoia fruto de vete a saber qué trauma infantil y de las estructuras sociales. La equivocación es volver a tropezar con la misma piedra, la de pensar que todo el mundo está enfadado contigo.

A veces piensas: “Pues ojalá lo estuvieras, estúpida, así al menos podría fiarme más de mi propia intuición”.

Encuentra las 7 diferencias

“La paranoia implica aversión a la sorpresa. Requiere que las malas noticias se conozcan desde siempre.” En un aula cálida y colmada de plantas, Claudia Caparrós nos habla de la paranoia según Eve Kosofsky-Sedwick y yo solo puedo pensar en el monigote naranja de la película Inside Out 2, que representa la ansiedad, ordenando al cerebro que produzca imágenes de todos los finales catastróficos posibles para que no le pillen de improviso. Estamos al comienzo de un curso llamado “Acoger el augurio” que me está fascinando. Segura de que mis pupilas se han dilatado en éxtasis empollón, levanto la mano (por supuesto) para preguntar si la paranoia no tendrá que ver también con la ansiedad.

En 2020, con la pandemia, hubo una expansión de la actividad de las sectas en varias partes del mundo

Varias cabezas de personas ansiosas como yo asienten rápidamente. Obviamente ellas también lo han pensado. Claudia responde que por supuesto, aunque en ese momento no se hablara tanto de salud mental porque eran los 90, pero no es difícil ver las similitudes entre paranoia y ansiedad: “Nunca se es lo bastante paranoica”, dijo Eve. Barra libre de desgracias potenciales.

Carne de secta

Es como tener un amante secreto. Pero no es uno, sino muchos y no es secreto, sino que más bien nadie podría entenderlo si se lo explicaras. Todes vosotres contra el mundo. No lo llamáis secta, nadie lo llama secta hasta que no se marchan de allí, pero que sabrán. Quienes se marchan son las exes locas que nunca os entendieron realmente. Os une eso: el entendimiento. Comprender que algo va mal y que solo vosotres lo veis, lo entendéis y podéis salvaros de ello. En 2020, con la pandemia, hubo una expansión de la actividad de las sectas en varias partes del mundo y no solo eso, sino que muchas personas que habían conseguido escapar, volvieron a ellas corriendo. La catástrofe inesperada siembra la duda y nos empuja a buscar refugio, aunque sea en lo malo conocido, como cuando te quedas sin trabajo y llamas a tu ex.

Rociada de luz de gas como un insecto en una esquina, la paranoia es su autodefensa

La secta puede ser una secta oficialmente clasificada como secta, pero también puede ser una pareja, tus compañeros de trabajo o el grupito que se ha formado en las clases de teatro. La catástrofe sostenida, estructural, también nos convierte en carne de secta. No ha venido una plaga de langostas, pero cómo no vamos a buscar refugio, por problemático que sea, ante el precio abusivo de bienes de primera necesidad, la soledad endémica, la desesperanza que siembra el salir de la oficina cuando ya ha oscurecido. En un episodio del podcast A bit fruity, Matt Bernstein dice que las teorías conspiranoicas de los últimos años son fruto de una crítica acertada, pero dirigida en la dirección incorrecta. La paranoia no es el problema: es el síntoma.

Mala feminista

“Me da mucha vergüenza, por favor no me juzgues pero… le acabé mirando el móvil.” Tu amiga Pepita (que no es una, sino varias, y que posiblemente hayas sido tú alguna vez en tu vida) te cuenta esto agachando la cabeza, esperando una reprimenda. Una reprimenda en el nombre del Feminismo, claro: no se debe mirar el móvil de tu novio, eso es control, en una relación de amor sano no tiene cabida, blablabla. Pero si resulta que el arma maestra del novio es hacerle dudar de la realidad, decirle que se inventa cosas, entonces la paranoia es el único clavo al que Pepita puede agarrarse. Rociada de luz de gas como un insecto en una esquina, la paranoia es su autodefensa. Pepita comprueba que efectivamente su pareja le pone los cuernos (o la insulta o le engaña de cualquier otra manera), pero lo que le preocupa es darle la razón a él cuando la llama paranoica. “Pues claro que le miraste el móvil”, le dices a Pepita. En sus ojos, la sorpresa de un alivio inesperado.

La comprobación es a veces la catapulta para salir de una relación abusiva

Arquear la ceja ante esta conversación tiene el mismo tufillo de pacifismo descafeinado que asegura que la violencia no debe responderse con violencia. Pero si tu jefe te dice que las horas extras no se pagan, claro que haces recados personales en horario laboral. Ni siquiera es una compensación real por el daño infligido, es solo una forma de sentir que tienes algo de agencia en una situación de abuso de poder. La paranoia es la señal corporal que advierte a Pepita de que, diga lo que diga el novio, algo no va bien. Ese mirar el móvil, esa paranoia, es parte de su supervivencia. Primero de todo, le sirve para aplacar la creencia de que se inventa las cosas y merece ser tratada mal por ello. Pero segundo, y sobre todo, en esa acción está la confirmación que le permite marcharse. Una educación en la complacencia y el aguante como la que hemos recibido muchas de nosotras dicta que “hasta que no tenga una razón concreta no le puedo dejar.” La comprobación es a veces la catapulta para salir de una relación abusiva. Aunque a todas luces la relación sea violenta, la prueba de algo concreto le permite a Pepita hacer lo que ella misma no se permite, porque cree que no tiene razones suficientes para hacerlo: mandarle a la mierda y, de una vez por todas, salir de ahí.

Tal vez un buen objetivo feminista sería que las Pepitas del mundo no sintieran que tienen que justificarse ni comprobar nada y pudieran, simplemente, fiarse de su propio cuerpo y marcharse.

Un miércoles especialmente pesimista

La mayoría de nosotras no sabemos cuándo nos van a volver a subir el alquiler. No sabemos qué pasará cuando se nos acabe el contrato de trabajo o, en el caso de las autónomas, cuánto cobraremos de aquí a unos meses. Llega el viernes y no sabes si tienes la ansiedad lo suficientemente baja como para bajar a tomar algo con tu amiga. Tampoco sabes si deberías desinstalarte instagram del móvil unas semanas y luego volver, o mejor no, porque total, vas a volver. Mientras tanto, el contexto es un genocidio en directo, la extrema derecha abriéndose paso y una crisis climática cada vez más palpable. Podemos confrontar, podemos sobrevivir, pero sinceramente confiar, lo que es confiar, qué coño vamos a confiar. En qué.

¿Sabrán las sectas que los miércoles como este son perfectos para la captación?

Pero luego, un domingo

El flujo de conversación se corta y el silencio se posa silencioso sobre la mesa de metal de una terraza del barrio. Tu amiga, sentada junto a ti, lee una conversación de whatsapp que le has pedido que analice para conocer su veredicto. La misión: descifrar si la otra persona está enfadada. Sería más sencillo preguntar, pero la ansiedad de confirmación aún no ha alcanzado un nivel lo suficientemente alto. Mientras tu amiga se sumerge en la lectura, buscas qué hacer con este repentino y refrescante silencio. Miras alrededor, a las personas sentadas en otras mesas, absortas en sus conversaciones. Oyes de fondo el zumbido del tráfico. Te miras las uñas, ya algo despintadas. La paranoia de si la persona que te ha escrito estará enfadada contigo te permite, de repente, el juego de descifrar conjuntamente el misterio: un punto de encuentro con tu amiga en la terraza. Un momento de silencio. El tiempo se ralentiza.

Cuando tu amiga deje el móvil sobre la mesa con un resoplido, el problema ya no será para tanto.

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