Los jóvenes de hoy ya no follan como antes

Los jóvenes de hoy ya no follan como antes

Puede que el coito esté en peligro de extinción, pero no podrán arrebatarnos los orgasmos. Sabemos que somos libres de follar con quien queramos, pero no queremos follar con cualquiera.

Texto: Too Match

Dildos de BS Atelier, taller de dildos artesanales feministas que, casualidades de la vida, fue impulsado por una de las primeras diseñadoras de Pikara Magazine, Beatriz Higón

06/11/2024

“Los jóvenes de ahora, ¿folláis menos que antes?”. La pregunta la hacía un director de cine mientras pedíamos una de rabas en un bar de Bilbao. Mi amiga M. me había llevado a unos cursos de cine documental por tierras vascas, y terminamos yéndonos de cañas con ponentes y gente del equipo, que es el propósito que subyace tras cualquier convocatoria de índole cultural (aunque sabemos que el auténtico fin detrás de buena parte de la acción humana es el sexo, ya lo dijo Residente).

“Follamos menos, pero mejor”, se apresuró a responder otra chica del grupo, y casi se me sale el txakoli por la nariz. Días antes, aquella muchacha me había aparecido en Tinder y, que yo sepa, no estábamos follando. Ni mejor, ni peor; nos habíamos quedado atascadas dándole vueltas a la teoría, en lugar de ponerla en práctica dándole vueltas en la cama. Como si tirarse una noche hablando sobre sexo convalidara por un polvo.

La pregunta ha vuelto a mí en más de una ocasión: en debates con amigas y amigos, heteros y del colectivo, y hasta con algún match (“¿has hablado sobre lo poco que follamos con un match y no habéis acabado follando?”; sí, lo digo).

M. curraba en un sex shop, que es como llamaban a las tiendas de artículos eróticos en el posfranquismo y, más tarde, durante los años de la movida y la España de Canal+, el Spook y Terra chat. Justo antes de que la globalización capitalista arrasara con todo, empezando por el Muro de Berlín y terminando por sustituir a Ramón García por MasterChef.

Quedamos a tomar el aperitivo un sábado. M. me esperaba sentada en una terraza de la Latina, cuyas sillas hacían funambulismo sobre una pendiente de 45 grados que desembocaba en la Calle Segovia. Cuando la vi garabateando en una libretita Moleskine, me temí lo peor.

M. tenía un aire a Emma Stone. Era muy mona: tez clara, pelo oscuro y liso, ojos grandes y rasgos finos. Ella se autodenominaba como “una chica ecléptica”. Así lo refirió en varias ocasiones y, cada vez que pronunciaba el término, yo empujaba mi silla un centímetro más hacia el abismo. Acabé por autoconvencerme de que era ecléptica por dislexia.

Originalmente, M. era restauradora de arte, pero había terminado currando en la tienda erótica de un centro comercial de Leganés. En la era de la prostitución del arte y el erotismo esculpido en juguetes de diseño, no se me ocurre salida profesional más evidente a la restauración artística que el onanismo de vanguardia.

Antes, los sex shops, bautizados estratégicamente con un término anglófono para que nadie lo supiera pronunciar (lo que viene siendo la cristalización del tabú a través del discurso), eran antros de perversión sellados por vinilo negro, donde la pornografía se ocultaba en cintas de VHS tras una cortina roja de terciopelo sobado, y a los que la gente no entraba por miedo a salir pareciéndose a Santiago Segura.

Fueron décadas de oscurantismo falocéntrico, en los que el porno seguía la estructura aristotélica del cine clásico, y la sociedad estaba convencida de que las mujeres nos volvíamos locas por penes de cuatro metros como columnas dóricas. El mercado estaba sometido a un dogma estético hiperrealista que dictaba que los llamados consoladores (Foucault, otra vez) tenían que ser objetivamente espantosos, porque todo el mundo sabe que no es posible hallar placer en masturbarse si no es con un bazuca cubierto de venas. O quizás fue porque sólo haciendo indeseable el objeto de deseo (el vibrador) era posible dominar al sujeto deseado (la mujer).

Ignoro si fue gracias a Gloria Steinem, Ana Botín o Steve Jobs, pero hoy las tiendas eróticas tienen nombre de heladería y las heladerías venden coñofres, los dildos parecen esculturas de Jeff Koons, y la Revolución sexual es una canción que puedes bailar en el Teatro Barceló montada sobre tacones de 20cm (porque el tamaño importa).

¿Follamos menos que otras generaciones? La realidad es que hay investigaciones publicadas por las universidades del cuñadismo (las encargadas de revalidar con estudios toda ocurrencia de Forocoches) que hablan de recesión sexual. Una de las pesquisas sentencia que los millennials follamos menos que nuestros padres, y hasta que nuestros abuelos. En números, echamos seis polvos menos al año que en la década de los 30.

Foucault lo atribuiría a los mecanismos de control y represión del Estado a través del discurso; Marx, a las fuerzas productivas y destructivas del capitalismo; y a Freud da igual lo que le preguntes, la causa siempre será que somos unos depravados sexuales con ganas de follar más (preferiblemente, con alguno de nuestros progenitores).

Puede que el coito esté en peligro de extinción, pero no podrán arrebatarnos los orgasmos. Quizás era esto a lo que se refería aquella chica en Bilbao: antes, había coito sin placer; ahora, tenemos placer sin coito. Todo, gracias al self service: tarifa plana de orgasmos de la mano de un buen vibrador. Gracias, capitalismo.

M. me contó que los juguetes que vendía en su tienda eran veganos, de kilómetro 0, ecológicos, gluten free y sin azúcares (os lo juro). En resumen, menos procesados que un dedo.

La verdad es que yo he tenido la misma suerte con los vibradores que con mis ligues. Hace unos años, cuando los succionadores de clítoris se habían agotado en las tiendas tras dar el salto a la fama, mi amiga R., que tenía una cruzada declarada contra la moda del Satisfyer, me regaló un vibrador rosa fucsia, de los de toda la vida. Me duró hasta que tuve que cargarlo por primera vez. Nunca más volvió a encenderse.

Tiempo después, mis padres me regalaron otro por mi cumpleaños (empecé a sospechar que hay un complot onanista a mis espaldas). Era un estimulador de clítoris con forma de pintalabios que a mi madre le había hecho gracia. Un día, cuando lo estaba cargando, decidió encenderse solo y ponerse a saltar descontrolado sobre mi mesilla de noche. Como yo no tenía ganas de mambo, tuve que dejarlo desfogándose entre dos almohadas hasta que se quedó sin libido, ni batería (también para siempre).

M. y yo nos acabamos los vermús, y a casa (cada una, a la suya, y el satisfyer en la de todas). Era una chica guapa, pero no sentí que conectáramos. Hubo un momento en que llegué a preguntarme a cuántos orgasmos autoinducidos estaríamos renunciando con aquella conversación forzada.

Para mi sorpresa, días más tarde volvió a escribirme para vernos. Me habría encantado decir que sí, adelante, tomemos algo y terminemos en la cama. No fue así. Le solté alguna excusa y ahí quedó la cosa, hasta que M. borró mi número.

Medio siglo después del Verano del amor y la Revolución sexual, sabemos que somos libres de follar con quien queramos, pero no queremos follar con cualquiera. Queremos parejas sexuales on demand.

Da igual que sólo sea para un polvo; como en Instagram, el atractivo pasa por cada vez más filtros: físico, voz, gestos, intereses, ideología, astrología, cociente intelectual, inteligencia emocional, preferencias nutricionales, y hasta compatibilidad en las suscripciones a plataformas de streaming. Sale más rentable comprarse un juguete en la tienda de M.

“Pero un vibrador no te llama por tu cumple, ni te manda flores”, objeta Charlotte, en un capítulo de Sexo en Nueva York. “No”, replica Miranda: “pero yo sé cuándo y de dónde va a venir mi próximo orgasmo”.

Yo sólo pido, por favor, que no se quede sin batería.

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