“Las mujeres que faltan tienen un enorme costo para nuestras vidas”

“Las mujeres que faltan tienen un enorme costo para nuestras vidas”

Dolores Reyes opta en sus novelas por trabajar con todos los sentidos y con el resto del cuerpo, contrarrestando así la “dictadura del ojo” en la que viven las mujeres.

Dolores Reyes./ Foto: © Alejandra Lopez

Esta entrevista se publicó en el número 11 de Pikara en papel, que puedes comprar en nuestra tienda online. La publicamos al hilo de los ataques del gobierno de Javier Milei a la novela Cometierra, distribuida en la provincia de Buenos Aires como parte del material para lectura de los últimos años de la enseñanza media. Cuentan en la Revista Mu lavaca que,  afortunadamente, ese intento de censura generó el efecto inverso: consolidaron como best seller al libro que ya lleva 17 ediciones, mientras ahora volverá a imprimirse.

“Los muertos no ranchan donde los vivos. Tenés que entender”. Esa frase de diálogo abre Cometierra (2019), un libro que aborda los feminicidios desde la ficción, desde una perspectiva a medio camino entre lo fantástico, lo social, lo policial y lo feminista. El cuerpo, todos esos cuerpos desaparecidos, están presentes tanto en esta novela como en su secuela, Miseria (2023). Dolores Reyes (Buenos Aires, Argentina, 1978) creó un personaje que mientras está despidiendo el cuerpo de su madre no puede despegarse del suelo, no quiere perderla para siempre. Para retener, al menos, una parte de ella, come un poco de esa tierra que la va a tapar y el trago le ofrece una dolorosa revelación: fue su padre quien mató a su madre a golpes. A partir de entonces Cometierra desarrolla un don —tan valioso como perverso— que le permite ver dónde están los cuerpos de mujeres asesinadas al meter en su boca un poco de la tierra del lugar donde se las vio por última vez. En Miseria, los personajes (Cometierra, Walter, Miseria) inician una vida nueva, pero con los reflejos de la anterior. La autora, traducida a varios idiomas, ha creado dos trabajos que dejan huella y que suman una semilla más a la literatura que muestra realidades sobre la violencia desde nuevas y brillantes perspectivas.

¿Desde dónde y por qué nació Cometierra?

Empezó en un taller de creación artística. Yo ya iba desde hacía un año y medio escribiendo cuentos y en un determinado momento un compañero leyó un texto superpoético que terminaba con “tierra de cementerio” y yo, con los ojos cerrados, vi una nena sentada sobre la tierra de un cementerio, con el pelo llovido, de unos siete u ocho años, muy flaquita, y se llevaba la mano abajo del cuerpo y comía tierra. Era una imagen muy extraña, pero que me estaba inquietando. Lo que hice fue empezar a escribir esa imagen a ver si funcionaba, y funcionó, a todo el mundo le gustó muchísimo. Yo en ese momento trabajaba con Selva Almada [escritora argentina] y le encantó. Empecé a tirar de los hilos de la ficción y se me ocurrió que quizá ella podía ver algo de la historia, de la experiencia o los últimos momentos de vida de esas personas que habían muerto y, de alguna forma, recuperar esa memoria, poder leer lo que la tierra le estaba mostrando. Ahí empezó toda esa historia. Y el tema también es que si alguien tiene un don así, en Latinoamérica serían muchas personas las que acudirían, porque hay mucha gente buscando a sus hijas, hermanas, tías. Hay muchísima desaparición de mujeres y ahí tenemos un personaje que las puede rastrear.

“En Latinoamérica la presencia de la tierra que es tierra y es también un principio femenino, de conocimiento, ligado al alimento”

El libro trata los feminicidios, y también la desolación que dejan esos asesinatos entre la familia. ¿Te has basado en experiencias cercanas para construir la novela?

Acá todo es absolutamente cercano. Traté de alejarme de los casos mediáticos, pero las desapariciones de exalumnas, alumnas de mis amigas estaban presentes. Yo no entiendo eso de mantenerte alejado si no es tu hermana o tu madre. No es necesario que lo tenga en frente. Son dos chicas de mi distrito a las que yo le dedico la novela, me marcó un montón lo que pasó con ellas, y el tema del feminicidio me está atravesando desde que me enteré. A los diez años tuvimos el caso de María Soledad Morales, muy fuerte, que sacudió Argentina. Para mí es muy cercano todo.

Situaste al personaje Cometierra en un entorno social empobrecido, con distintas problemáticas asociadas a ello y con cierto desamparo afectivo y familiar. ¿Por qué tomaste esta decisión?

Siento que muchas veces nos narran desde fuera, desde una mirada muy distante, masculina, incluso desde otra clase social, y eso genera ese alejamiento, o pensar que la violencia hacia las mujeres es un problema de otras. A mí me pasaba que todos los años veía, por ejemplo, la cantidad de huérfanos por feminicidio que hay y me preguntaba qué pasaba con esas vidas. Ahí tengo una chica que es hija de un feminicidio y que en el momento en que está yendo a enterrar a su mamá descubre su don. Quizá si la madre no hubiera sido una víctima no hubiese sentido la necesidad de tragar tierra y no habría descubierto su propio don. Me interesaba contar esta historia desde otra perspectiva, con los cinco sentidos y con las emociones, dando cuenta del enorme costo que tiene en nuestras vidas las mujeres que faltan.

Dolores Reyes./ Foto: © Alejandra Lopez

Dolores Reyes./ Foto: © Alejandra Lopez

Se habla cada vez más de violencia machista, pero ¿consideras que se le da la suficiente importancia a esta realidad o se queda en la anécdota de la noticia?

En la medida en que seguimos conviviendo como si nada, nos acostumbramos, y esto no pasa de una manifestación un día o una concentración. Yo creo que para nada se le da la importancia que tiene. Se relativiza, se naturaliza. De hecho, durante mucho tiempo se consideró algo privado de cada familia, un crimen pasional. El feminicidio es el último paso en la escalada de la violencia hacia las mujeres. Todos los otros elementos de desprecio hacia la vida de las mujeres siguen estando presentes. Nos horrorizamos cuando hay un asesinato, pero lo demás no está tan articulado.

¿Necesitamos más historias que hablen desde esta otra vertiente, desde la situación en la que quedan las familias tras un feminicidio?

No sé si a nivel literatura algo se puede medir en si hace falta o no. Yo lo que siento es que hay una historia de violencias que ha sido contada desde los narradores hombres, lejanos, incluso en clase social. Yo sí diría que hacen falta más voces de mujeres dando cuenta de una diversidad de problemáticas y violencias, que es compleja y que pasa desapercibida. A mí me interesa bastante leer a algunas narradoras que están metiéndose en este tema. Pilar Quintana tiene dos novelas, Los abismos y La perra, que me gustaron muchísimo y miran para ese lado; o Selva Almada, con Chicas muertas. Un libro impresionante es El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, que me dejó una huella profunda y sentí que estábamos mirando hacia el mismo lugar. Ella cuenta el caso de su hermana menor en un momento en que no tenía ni siquiera lenguaje para decir lo que había pasado. También están María Fernanda Ampuero, Gabriela Wiener o Gabriela Cabezón Cámara, por nombrar algunas. Hay muchísimas más.

“¡Hay tanto cuerpo enterrado en América Latina desde la conquista!”

¿Por qué le diste una continuidad al personaje de Cometierra, acompañado de Miseria? ¿Te pedía regresar?

En realidad había un montón de cuestiones que en la primera novela no estaban cerradas y tenía ganas de seguir: el caso de la Florencia, que se cierra muy pronto porque es muy doloroso para Cometierra, o el de la seño Ana, un personaje que tiene una presencia muy fuerte en la cabeza de ella. Y estos otros personajes que se habían quedado ahí, yéndose y llegando a un lugar nuevo; tenía ganas de ver qué se encontraban. Me pareció muy natural seguir la novela, habían quedado cosas abiertas y era una invitación a continuar.

Hay algo en la literatura de los últimos años de autoras latinoamericanas que apela al cuerpo de las mujeres, a lo orgánico, una escritura muy viva y palpable, y que tienen un importante trasfondo político. Se me ocurren Gabriela Ponce, Arelis Uribe o Lina Meruane. ¿Por qué crees que se están construyendo las narraciones de esta manera?

Pasan muchas cosas. Por un lado hay una suerte de avalancha de violencias machistas, que dan como resultado la desaparición, la fosa común, el crimen de odio hacia el cuerpo de las mujeres, y de alguna forma nosotras nos hacemos cargo y empezamos a contarlo desde otras ópticas. En cuanto a lo sensorial, yo puedo hablar desde mí. Yo elijo escribir utilizando lo visual, los otros cuatro sentidos y el resto del cuerpo, porque siento que hay una especie de dictadura del ojo en la vida de las mujeres, esto lo trabajé incluso simbólicamente en Miseria. Estamos desde chicas expuestas al ojo de los demás, si estás gorda o flaca, si tenés ojeras, cuando estás embarazada o maternando te dicen lo que tenés que hacer. Todo el mundo puede observarte y decirte. Hay algo con la imagen de lo que una mujer supuestamente debe ser que siempre me pareció una esclavitud y que tiene consecuencias. Yo quería desarmar esa narrativa exclusiva del ojo y quería atravesar la experiencia de una chica adolescente con los cinco sentidos. Ella come tierra, está el tema del gusto y del tacto con esa relación con la tierra, pero también los olores, la música, la vitalidad. Hay mucho trabajado del resto de los sentidos.

¿Qué significado tiene para ti la tierra?

En el libro es casi un personaje más, es algo tan presente y necesario. Y siento mucho en Latinoamérica la presencia de la tierra que es tierra y es también un principio femenino, de conocimiento, ligado al alimento, a los ciclos de la agricultura y de los animales. A la vez es el receptáculo a modo de útero que recibe a los cuerpos cuando la vida ya no está. Hay un principio que funciona en las dos novelas: dejamos una huella en la tierra que habitamos, ella nos conoce y sabe de nosotras. De ahí la posibilidad de que haya una vidente que comiendo tierra pueda leer eso que esta le está mostrando.

¿Tiene también algo que ver con la vinculación con el territorio?

Sí, claro, porque de esa relación tan estrecha de uno, de una, con la tierra está lo comunitario, el todos, por eso Cometierra no usa su don para beneficio personal, sino que lo pone a disposición de las buscadoras y de las personas más desesperadas. Y ella va mirando incluso las caras de las desaparecidas y cada tanto elige a una, porque piensa que la puede rescatar con vida. También está la importancia de devolverle un cuerpo a una madre o un padre que lo está buscando, para que cierre una historia, para que pueda despedirse y empezar a duelar.

¿Continúa la presencia de las personas desaparecidas en los territorios que habitaron?

Yo creo que permanece y lo siento. ¡Hay tanto cuerpo enterrado en América Latina desde la conquista!, los millones de indígenas que vivían acá, pasando por todos los sistemas políticos que han implicado la fosa común, las mafias, el terrorismo de Estado o las violencias machistas. Todos esos cuerpos están haciéndose tierra de alguna manera, y es eso lo que pisamos. Cometierra está consciente y por eso es tan retraída, tan reflexiva, porque está con la mirada puesta ahí.

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