Las suegras. Una pesadilla costumbrista
Los chistes sobre suegras son aplaudidos y radicalmente aceptados. Raquel Manchado Antorcha tiene un archivo de antiguas postales de humor que muestran burla, escarnio y señalamiento hacia las mujeres; las dedicadas a las suegras son las más violentas.
Antiguas postales que se mofan de las suegras./ Archivo de Raquel Manchado Antorcha
Este artículo fue publicado en el número 10 de Pikara en papel. Puedes complar tu ejemplar en nuestra tienda online
Desde que allende los tiempos empecé con mi novio, allá once años atrás, me tenía compungida su madre. Vengo de una raíz profundamente patriarcal en la que mi padre es rey Midas y las féminas sus palmeras si él canta, las abanicadoras si tiene calor o las costureras si le place disfrazarse. Así que entrar en casa de Miguel fue toparme con una mujer poderosa, segura de sí misma y fuerte como un roble. El centro no lo ostentaba un macho, la alteridad no era una (su) mujer. Me inquietaba el matriarcado de mi suegra. Era una poderosa y lista Cleopatra y mi mente parecía la de un cura de la Inquisición.
Puse 20 kilos en el embarazo y, de ellos, 10 fueron para las tetas. Cuando era pequeña me metía calcetines en los sujetadores de mi madre y las monjas de mi colegio pensaban que era yo más hija de Lilit que de Eva. Quedarme embarazada fue cumplir el sueño de tener una pechonalidad soberana. Yo, que soy algo Cyrana de Bergerac en cuanto a nariz se refiere, esta parecía hasta pequeña en consonancia con mis caudalosos pechos. Qué maravilla. Qué fantasía. Qué derroche.
Mi suegra me cogió mi tetaza y la acomodó para que el niño no muriera ahogado de un exceso de carne. Aquella invasión con consejitos mediante me sentó como una tramontana en la cara
La bomba con mi suegra detonó cuando, recién parida, hecha un trapito después de mis más de 24 horas de trabajo de parto y la cesárea como la mascletà final, mi madre y mi suegra se acercaron a mi cama al disponerme a iniciar la lactancia. El niño mío era un hueso de aceituna comparado con la frondosidad de mi delantera, cierto es, pero qué mal me sentó cuando ellas metieron un grito creyendo que mi teta iba a ahogarlo porque era tres veces su cabeza. Mi suegra con sus dos manitas me cogió mi tetaza y la acomodó para que el niño con más lanugo del mundo no muriera ahogado de un exceso de carne. Aquella invasión del espacio con consejitos mediante me sentó como una tramontana en la cara.
Me senté con amistades y conté la escena. Personas que respetan a los seres humanos en su diversidad y miran sus palabras para que no pinchen demasiado. Iniciaron un tropel de improperios hacia sus respectivas suegras. “Ellas vienen a casa a fiscalizar. Nos evalúan constantemente. Les comen la cabeza a nuestras parejas. No hacen ni caso de nuestras normas”. Suma y sigue. Estopa les dieron para rato. Y yo, como mujer feminista, cada vez me hice más pequeña, minúscula, y acabé preguntándome compungida: ¿por qué está socialmente aceptado poner a parir a las suegras? ¿Le estoy haciendo el juego al patriarcado? A ellas: mujeres.
Pero no, en este caso concretísimo ella se comportó demasiado expansiva y mi semienfado fue legítimo. Aunque la demonización de la suegra por parte del machismo es una realidad, me enfadó la subjetividad de una persona concreta. Si lo hubiera hecho mi amiga, hermana o madre habría sido relámpago en mis nervios por igual.
Lo que sí es cierto es que parece que, junto a los jefes, las suegras están ahí para que se les lancen dianas verbales. “Joder, es que son muuuu malas. Todas. Pesadas como mancuernas”, sonaba en mi cabeza la conversación con mis colegas. Los chistes sobre suegras en los corrillos son aplaudidos y radicalmente aceptados.
Si pasan los suegros pasan 30 kilos de cuidar al rebaño lo leemos como “nos están respetando” o como algo normal, no leemos entre líneas ese trabajo invisible que ellos dejan a sus mujeres
Se ha creado una imagen colectiva de ellas y parece que todas están cortadas por el mismo patrón: las suegras no quieren conocer a las parejas de sus hijos o hijas sino que van a hacerles un examen. Las suegras no procuran cuidar sino que se inmiscuyen en tu vida. Las suegras no intentan ayudarte con el inicio de la lactancia sino que cogen tu oronda teta para hacerte sentir inútil. Porque sí, porque los suegros, por muy rancios y dictadores que sean, están poco o nada estigmatizados. Si pasan 30 kilos de cuidar al rebaño lo leemos como “nos están respetando” o como algo normal, no leemos entre líneas ese trabajo invisible que ellos dejan a sus mujeres. He ahí la socialización en la feminidad: podemos llegar a admirar o reír las gracias al opresor, pero despreciar a los sujetos subalternizados como son las suegras.
En esta tarea constante de descifrar por qué pensamos y sentimos como lo hacemos, por qué está aceptada e interiorizada la animadversión hacía ellas, se cruzó en mi vida cual estrella fugaz Raquel Manchado Antorcha. Hace más de diez años empezó a recopilar antiguas postales de humor que se enviaban desde la primera mitad del siglo XX como afectuosos cariños y recuerdos entre personas queridas. El archivo de Antorcha cuenta con más de 1.000 postales que muestran burla, escarnio y señalamiento hacia las mujeres. Misoginia gráfica (amparada por humor) que ha ido catalogando en diversas carpetas temáticas: las gordas, las solteronas, los calzonazos, la cultura de la violación y las suegras.
Raquel Manchado: “La suegra es un gran tropo patriarcal, un chivo expiatorio que sirve para justificar y naturalizar las representaciones gráficas de violencia contra las mujeres más brutales”
Reconozco que cuando vi las postales de las suegras aluciné por el nivel de violencia explícita. Me sentí terriblemente mal por todas las veces que he pensado en la mía con desprecio y que me he reído con los chismes y chistes del resto. Manchado, enseñándome sus tesoros, me acabó de abrir los ojos: “La suegra es un gran tropo patriarcal, un chivo expiatorio que sirve para justificar y así naturalizar las representaciones gráficas de violencia contra las mujeres más brutales que he visto en la recopilación de esta misoginia ilustrada. Te topas con un dibujito de una mujer estrangulada o ahorcada (de esas hay muchas), pero justo debajo pone que se trata de una suegra y dices, “¡¡ah, claro, jejeje!! Classic!”.
Dice Raquel Manchado que partimos de la base de que el “universo suegra”, ese ser femenino supuestamente controlador, cotilla, fiscalizador, es una construcción androcéntrica. “Para el hombre hegemónico, el que el patriarcado prescribe como macho proveedor, cabeza de familia y el que ostenta la autoridad, la suegra es una mujer que no le cumple como mujer, ya que no le sirve ni cuida como su madre o esposa, mujeres legítimas que sí hacen su función de mujer”.
La suegra es una mujer con autoridad, influencia, a veces poder dentro del hogar. Y no queda otra que callarla y rebajarla simbólicamente
La coleccionista me dice que la suegra ni es servidora, ni descanso del guerrero ni espejo de aumento donde el hombre se pueda ver al doble de su tamaño. “No es suya, es una mujer que no está a su disposición. Y por eso mismo es un testigo incómodo que puede disputarle la autoridad al macho y cuestionar su comportamiento. En presencia de la suegra el hombre tiene que cortarse un poco, es una corta rollos, el gran coñazo”, cuenta.
La suegra es una mujer con autoridad, influencia, a veces poder dentro del hogar. “Y no queda otra que callarla y rebajarla simbólicamente”, me hace reflexionar. “El imaginario androcéntrico demoniza a la suegra: y así el chiste queda legitimado”. La violencia estructural machista necesita construir argumentos y subterfugios para que sea aceptada. “El supuesto gag cuenta con la asunción generalizada de que es un sujeto merecedor de esa violencia. Y así la representación de la misma produce placer. Es justa. De ahí su omnipresencia en nuestra cultura. De ahí la inmensidad de chistes, dichos, refranes y cantes populares que riman suegra con aplastarle la cabeza con una piedra”.
A Raquel Machado le debo haber aterrizado por qué está la figura de la suegra tan tan estigmatizada. Y yo me reconcilio con la mía. La mujer que dio de mamar al padre de mi hijo, ese niño que de poco quedó aplastado por mi teta.