Políticos agresores frente al “demasiado feminismo”
La violencia machista de los políticos, los presidentes y los referentes de izquierdas produce un efecto conservador: retrotrae los avances feministas en su camino por participar de la vida pública con plenitud y las empuja de nuevo a la justicia del ámbito doméstico.
Íñigo Errejón, Alberto Fernández y Evo Morales (de izda.a a dcha.).
En la mente de algunos políticos calificados de izquierdas y progresistas aún anida un viejo mito: una vez resuelta la desigualdad económica, se solucionarán todos los demás problemas. La revolución hará el trabajo por nosotros, la utopía feminista está detrás del arcoíris. Muy efectivo en términos retóricos, el mito no contempla la espera: ¿qué hacemos mientras la revolución se demora? Disimular —sugieren tácitamente— y seguir viviendo bajo la tradición más “natural”: incluso cuando se trata de una revolución democrática, un hombre con poder tiene permitido y justificado agredir. Ah, pero cuando triunfemos, ahí sí, compañeras, verán lo buenos que somos. Daniel Ortega, antiguo guerillero sandinista, lleva de manera ininterrumpida en el poder desde 2007. Nueve años antes Zoilamérica Narváez, la hija de su esposa y actual vicepresidenta, Rosario Murillo, lo acusó de haber abusado sexualmente de ella cuando era niña (un delito prescrito cuando fue denunciado). Por entonces, Ortega era diputado y ya había presidido Nicaragua en una oportunidad. Ahora dirige el país de manera dictatorial, Zoilamérica se tuvo que marchar del país y el movimiento feminista se convirtió en el principal actor opositor del régimen de Ortega.
El acoso y el abuso en el ámbito político es un obstáculo para las mujeres y diversidades que trabajan en política o que militan en organizaciones mixtas. Como ocurre en toda la sociedad, en el campo político también opera una división sexual (del trabajo y de la militancia) que ya no sorprende a nadie. Lo que sí es novedoso es que, en el último lustro, como una ramificación más del #MeToo, se multiplicaron las denuncias a referentes políticos de izquierdas o progresistas, acusados de prácticas vinculadas al abuso sexual o de violencia machista.
En Argentina, Fabiola Yáñez, esposa del expresidente peronista Alberto Fernández, supuesto aliado del feminismo, lo denunció por violencia física y psicológica. En España, Íñigo Errejón, exdiputado de Sumar, referente del recambio político desde 2015, fue denunciado en redes de abuso sexual por varias mujeres y una de ellas, Elisa Mouliaá, en los juzgados. El expresidente boliviano Evo Morales, uno de los más importantes exponentes de la primera ola progresista del siglo XXI en Sudamérica, fue acusado por organizaciones feministas de tener relaciones sexuales con mujeres menores de edad, es decir, de abusar sexualmente de ellas. Son solo tres ejemplos que por su paroxismo representan a miles.
Que el feminismo ha logrado muchas transformaciones a lo largo del siglo XX, y, en especial, en la última década, es innegable. Pero también lo es que hay espacios que no pudo atravesar
La seguidilla de denuncias es una constatación de que el machismo sigue vibrante en la política y, en particular, dentro de los espacios de izquierda —de los de derechas, sirve un ejemplo: el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha sido acusado de agresión sexual—. Esto tiene una especial relevancia porque las feministas somos usualmente también de izquierdas y porque persiste una no muy conversada tradición de “dejar el género para después” dentro de estos mismos espacios, tradición hoy encarnada en aquello de que las feministas “han ido demasiado lejos”. Irene Montero, quien fue ministra de Igualdad de España entre 2020 y 2023 lo expresó así: “Cuando los compañeros dicen ‘las feministas vais demasiado lejos y eso pone en riesgo los gobiernos de izquierdas’, no solamente es que sea mentira porque electoralmente las mujeres somos las que decantamos el proceso, es que si cuando ganamos criminalizamos a las que están al frente de la transformación, entonces, ¿para qué quieres ganar, compañero?”. Elizabeth Gómez Alcorta, ministra de Mujeres, Género y Diversidad de Argentina entre 2019 y 2022, también expresó que durante su mandato la agenda de género había dejado de ser primordial: “Comenzó la instalación de que ya está, de ‘¿qué más quieren? Tienen el Ministerio, tienen el aborto, ¿qué más quieren? Qué ganas de joder, no jodan más’. Así dicho, nadie me lo dijo, pero se podía leer”.
¿Si el feminismo fue autoritario ustedes creen que los hombres de izquierda seguirían actuando sin temer ningún tipo de justicia?
Que el feminismo ha logrado muchas transformaciones a lo largo del siglo XX, y, en especial, en la última década, es innegable. Pero también lo es que hay espacios que no pudo atravesar. Aun con su potencia arrolladora se ha topado con límites. Cuando nos dicen que “el feminismo fue demasiado”, incluso para la izquierda, cuando nos dicen que nos hemos pasado tres pueblos, o que estamos “sobregiradas” (qué hermoso, quién pudiera), nosotras preguntamos: ¿si fuera eso cierto tendríamos estos problemas en el corazón mismo de nuestros espacios políticos? Si fuera cierto aquello de que el feminismo fue un exceso, ¿les parece que hasta nuestros colegas en las filas anticapitalistas y nuestros presidentes aliados seguirían agrediendo con tanta impunidad? ¿Si el feminismo fue autoritario ustedes creen que los hombres de izquierda seguirían actuando sin temer ningún tipo de justicia?
Si fue demasiado feminismo, demasiado no fue suficiente.
El género después
Seguimos necesitando herramientas para hacer política y para transformar la política dentro, fuera y en el intermezzo de las instituciones estatales y partidarias. No solo porque los políticos nos pasan por arriba con su cuerpo, con su discurso y con su uso del tiempo, sino también porque aquello de que “el género viene después de lo importante” es el huevo de la serpiente de dos problemas en simultáneo: las malas prácticas machistas de los políticos, entre las que se cuentan sus violencias; y el fracaso de las políticas de izquierdas para mejorar la vida de las poblaciones.
No incluir la perspectiva feminista en toda la política pública vuelve más ineficiente a la democracia
La falta de feminismo arruinó a la izquierda. ¿No queremos tanto? Bueno: si no fuera por el feminismo, la izquierda estaría muchísimo más arruinada. Corre lo mismo para el peronismo (soy argentina, perdón). Dejar el género para después termina dañando la política progresista, porque el feminismo se ejerce como simulacro, porque los referentes progresistas son agresores de género y porque no incluir la perspectiva feminista en toda la política pública vuelve más ineficiente a la democracia.
La falsa dicotomía entre lo identitario y lo económico expulsó a las feministas del centro de la discusión política, a la que apenas habíamos llegado
Está en las bases del marxismo, está en las bases del peronismo, está en los principios del liberalismo, las relaciones de género suceden al mismo tiempo que las relaciones de clase, la clase está llena de género y de raza, no se logrará igualar económicamente si no se atiende la dimensión del género y de raza, y, al mismo tiempo, no habrá justicia de género o racial si no hay justicia económica. Pero, aunque está escrito en las doctrinas de las principales corrientes políticas con las que se cruzan los feminismos, se construyó un cerco sanitario que relega al feminismo únicamente a aquello que llamaron “simbólico” y desplazó al género del problema de la desigualdad económica. La falsa dicotomía entre lo identitario y lo económico expulsó a las feministas del centro de la discusión política, a la que apenas habíamos llegado.
Algo similar ha ocurrido respecto al “cuarto propio” en el Estado: las feministas se quedan allí, con sus cosillas, en sus ministerios. Aquello de que la lucha de clases posterga la opresión de género (sobre lo que escribió Carla Lonzi hace más de 50 años) aparece hoy con un poder actualizado, el poder de negarle al feminismo su rol en el poder.
Así, desde algunos partidos y organizaciones de izquierdas y progresistas se imparte la opinión de que las políticas de género son culpables de distraer de lo importante, son accesorias, vienen después, idealmente después de la revolución. Pero, ¿qué hay después de la revolución si ninguna revolución acontece?
Los partidos políticos (cuando son gobierno o sin llegar jamás a serlo) mandan al feminismo a que espere su turno de pasar al centro de la conversación, lo hacen incluso cuando el movimiento popular feminista se manifestó con alevosía.
¿Qué tiene que ver esto con los presidentes y referentes agresores? Que ese ejercicio de menoscabar la importancia del género (en el partido y en el gobierno) funciona también hacia adentro de las propias vidas de los políticos, que son vidas políticas y públicas. Dejar la justicia de género para mañana tanto en la vida personal como en el programa político es lo que ocurrió siempre, la particularidad de nuestro contexto es que esto se hace mientras se pronuncian discursos de justicia de género, se crean ministerios de despatriarcalización, de diversidades, de equidad; mientras se tienen amigas, hijes, compañeras y amantes feministas.
La reprivatización de la vida
Los actos individuales de violencia y abuso hacia mujeres por parte de referentes progresistas no solo son lamentables por las víctimas sino también por el daño que producen en todo el feminismo crítico, que lleva años buscando que las relaciones de poder salgan del espacio de lo privado y se vuelvan una cosa pública.
Ese movimiento, que nos demandó un gran esfuerzo y nos hizo diversificar nuestras tácticas en el marco de una estrategia tácita consensuada por los feminismos a escala global, es atacado en una emboscada que viene del corazón de la estrategia política: los aliados políticos.
Algunos referentes nos dicen que sus violencias son eventos del ámbito de lo privado y que no deberían salir de allí. Si puedo decir una cosa en público (“le puse fin al patriarcado”, dijo Alberto Fernández) pero hacer otra en mi vida personal (maltratar a su esposa), lo que estoy promoviendo es que los asuntos del género —como también quiere la derecha— vuelvan a ser cosa privada, que las relaciones de poder y de violencia que se dan en los ámbitos interpersonales vuelvan a la esfera de lo callado, de lo doméstico, y que no salgan de ahí.
Esa es la paradoja que sobreviene a este entramado de agresiones y negaciones. Aunque ellos se digan a sí mismos progresistas y antineoliberales, la privatización de la violencia que promueven los vuelve conservadores y neoliberales. Y esto no únicamente porque “disciplinan” a las mujeres de sus entornos sino porque las privatizan, de nuevo. Ya en La razón de mi vida (1951) Eva Duarte escribió que “en las puertas del hogar termina la nación entera y comienzan otras leyes y otros derechos… la ley y el derecho del hombre… que muchas veces sólo es un amo y a veces también… dictador”.
Este problema (entre otros) es el que el feminismo viene a disputar primero al capitalismo y luego al neoliberalismo. Y lo hace con o sin ayuda del progresismo. La frontera entre el adentro y el afuera de la casa es el territorio que disputamos con estos políticos agresores. No solo disputamos que no golpeen más o que no abusen más, no solo disputamos qué tipo de penalidad tiene su conducta individual. La violencia machista de los políticos, los presidentes y los referentes de izquierdas produce un efecto conservador: retrotrae los avances feministas y del movimiento de mujeres en su camino por participar de la vida pública con plenitud, las empuja de nuevo a la justicia del ámbito doméstico.
Que un político de izquierdas, disque aliado feminista, disque aliado popular, sea un agresor de género nos regresa a la ley del amo de la casa, que es el varón. Casualmente es aquello mismo que las derechas radicales y el movimiento antigénero están buscando —como dice Judith Butler en ¿Quién teme al género?—: la restauración de un orden patriarcal (que no existió nunca tal cual se lo imaginan).
La decepción despolitizadora
Las mujeres “aun habiendo creado una utopía piensan que lo han arruinado todo”, dijo la historiadora Mary Beard en 2017. ¿Qué hacemos las feministas cuando nos encontramos con un político de izquierdas agresor? Solemos criticar con énfasis al acusado y, rápidamente, pasamos a criticar a otras feministas —o a nosotras mismas— por haber entrado en alianza con ese referente o ese espacio político. Emerge un estado de decepción y frustración y, por extensión, un descrédito de toda la izquierda, de toda la política partidaria e institucional y de casi todo lo que se nos pone enfrente. La decepción con estos referentes nos sumerge en una profunda quietud e introspección. ¿El resultado? El feminismo vuelve a alejarse de la política (institucional y partidaria).
La desesperanza, la sensación de haber sido manipuladas y usadas termina en una despolitización de los feminismos. Un rápido paseo por las redes sociales y los artículos de opinión en las semanas posteriores a las denuncias a Íñigo Errejón y a Alberto Fernández nos entrega una información muy valiosa: se multiplican los mensajes de desprecio por la participación en la política institucional. Un alejamiento que, al fin y al cabo, produce una ganancia para los partidos de la derecha y una pérdida para las democracias.
Así, el feminismo es regresado a su lugar: otra cosa respecto al poder. Otra cosa respecto a lo público.
¿Podremos resistirnos a ese desplazamiento conservador? Sin dejar de “devenir oído feminista”, como dice Sara Ahmed, sin cancelar la queja y la denuncia, ¿las feministas podemos señalar aquello que ha dañado nuestra confianza, que ha dañado a las víctimas, y, al mismo tiempo, no culparnos ni retirarnos?
La revolución feminista es permanente, plural y heterogénea
La paradoja, nuevamente, es que dentro de los espacios políticos de izquierdas, cuando es acusado un referente, quienes son consideradas enemigas internas son las feministas y no los agresores. En los años 60 y 70 tanto los varones del movimiento negro como los de la izquierda revolucionaria planteaban aquello de que el feminismo viene a dividir al grupo (la clase o la raza). Esto tiene una vigencia terrorífica.
Mientras nosotras debatimos si feminismo institucional sí o no, mientras los compañeros debaten si feminismo en el partido sí o no, mientras debatimos qué es más urgente y qué puede quedar para luego de la revolución, las derechas radicales ponen los derechos sociales y los derechos de género en el banquillo de la acusación —y los exterminan—.
Decía Audre Lorde en 1982 que “la revolución no es un acontecimiento que se produce de una sola vez”. La revolución feminista es permanente, plural y heterogénea. Incluye ser parte del Estado, incluye tener presidentes aliados (que nos enteramos que golpean y agreden sexualmente, como muchísimos otros varones). Incluye criticarlos públicamente, juzgarlos y condenarlos.
Ahora, ¿vamos a desertar de la disputa pública por el poder porque ellos quebraron todas las reglas salvo la del patriarcado? ¿Vamos a insistir en participar de instituciones que nos expulsan? ¿Vamos a medir todo proceso social y todo acto humano en relación al machismo? ¿Vamos a quedarnos calladas porque el género no es lo más urgente y puede “quedar para después”? ¿Vamos a culparnos entre nosotras por habernos aliado con tipos violentos? ¿Acaso pensamos que realmente el feminismo ya fue demasiado?
Bueno, parece que no hay después de la revolución y que si el feminismo fue demasiado, no fue suficiente.