A ellos sí les creen
El problema no es que nos crean o no a nosotras. El problema, amigas, es que el mundo está configurado para que, por sistema, sea a ellos a los que se les crea. “Himpathy”, lo llamó la filósofa Kate Manne.
Pantallazo del vídeo filtrado en el que Íñigo Errejón está declarando ante el juez.
Hay una cosa de la que estoy prácticamente convencida: al preguntarle a la gente si está a favor de las violaciones, el 99,999999999 por ciento reaccionaría torciendo el gesto con horror y perplejidad y respondería, sin titubeos, que no. Incluso el más machirulo fachorro de los machirulos fachorros sería incapaz -por convencimiento o por vergüenza, pero incapaz al fin y al cabo- de declararse orgullosamente pro violencia sexual.
Cuando los medios de comunicación publican uno de esos titulares escabrosos contándonos que una mujer menor de edad ha sido agredida sexualmente y luego apalizada casi hasta la muerte por un hombre sin rostro ni nombre, ni los más reaccionarios son capaces de abstraerse por completo de unos niveles mínimos de dolor e indignación. Por supuesto, si lo único que trasciende del agresor es que se trata de un hombre migrante, para ellos mucho mejor todavía. Pero incluso cuando no es así, hay algo de ese espantoso crimen tan contrario a la dignidad humana que les remueve el intestino una migaja.
Cuando el agresor aparece con nombre, apellidos, rostro y una versión propia que contar, la mujer víctima deja de ser una persona humanizada y deja de ser creída
A lo largo de la historia ha llegado a haber mujeres que estuvieron a punto de ser creídas cuando narraron sus experiencias de violencia sexual. Cuando es ella la que aparece y cuenta su calvario, cuando describe los hechos terribles, cuando detalla la violencia como si esta hubiese acontecido sin más, sin un rostro y un nombre específicos que la perpetraran…, entonces, es hasta probable que una parte significativa de la sociedad la crea, la acompañe y la compadezca. Esa mujer, en ese momento, es una víctima. Eso sí: no es víctima de nadie más que de la tragedia. Pero, incluso en esos casos, todo comienza a diluirse en cuanto el agresor, el violador o el asesino aparece con nombre, apellidos, rostro y una versión propia que contar. Deja de ser un ente y se convierte en un individuo humanizado con historia y personalidad. Es entonces cuando, por oposición, la mujer víctima deja de ser una persona humanizada, con historia, personalidad, y, por supuesto, deja de ser creída.
La presunción de credibilidad existe. Y la tienen ellos
Y esto no va del manido mantra de que, cuando se escuchan las dos versiones de una historia, se demuestra que nada era tan así o tan asao, que había matices. No. Me refiero a que, de pronto, la versión del hombre, puesta en el centro, acaba anulando por completo todo el relato de la mujer a la que, hasta ese momento -¡como mínimo!- se había compadecido. Y es algo que sucede prácticamente por sistema. Porque la presunción de credibilidad existe. Y la tienen ellos.
Sobre el caso Errejón: ¿interrogatorio patriarcal?
A finales de octubre del año pasado, cuando saltó por los aires el caso Errejón, publiqué en este medio un artículo titulado ‘Reconstruir al monstruo’. Hablaba de cómo hiperpersonificando la violencia sexual en un solo sujeto, la reacción patriarcal lograba sustraerla de su carácter estructural, negando su normalización en la cultura de la violación y reproduciendo los relatos del terror sexual que venden a un único hombre -al que monstrifican- como si fuese el único culpable de esa violencia. El hombre indecente que se ha salido del redil, que ha roto el orden social. Como si el orden social no fuese la violencia sexual. Y de este modo, el resto de hombres quedaban, por contraste, libres de pecado.
Hoy, tres meses después y con un proceso judicial abierto y en el centro de la agenda mediática, diría que estamos en la fase siguiente del disciplinamiento patriarcal. Ahora toca escuchar lo que ese monstruo tiene que decir y empezar a plantearnos que, quizá, no sea tan monstruo. Acabar, incluso, reflexionando sobre si no tendrá nada de monstruo, hasta llegar a un punto en el que terminemos convencidas, como sociedad, de que puede que no fuese más que un pobre hombre incomprendido, al que hasta ahora no se le había escuchado. Un pobre hombre que un buen día salió feliz a echar unas cervezas y un kiki y que, por fin, puede defenderse de esa pérfida femme fatale que esconde intereses espurios y que, por supuesto, se lo ha inventado absolutamente todo.
Viendo las declaraciones ilegalmente filtradas del juicio a Íñigo Errejón, da la impresión de que hasta el juez lo pensase así. Algo que me resultó especialmente llamativo de los interrogatorios es el doble rasero que aplica el magistrado Adolfo Carretero al elegir sus preguntas para Elisa Mouliaá y para Íñigo Errejón. Por traer un ejemplo concreto, reproduzco a continuación un extracto de ese interrogatorio. Enunciaba allí el magistrado: “Llegan, según ella, a la fiesta y nada más llegar, dice que, en el ascensor, usted dice: la tercera regla no la voy a cumplir. Y dice que la coge de la cintura y le da un beso en la boca, metiéndole la lengua en el interior; la deja sin respiración y de forma violenta. Y se sentía muy intimidada. ¿Eso fue verdad? ¿La besó usted sin que ella quisiese en el ascensor?”. A esto Errejón responde que se estaban mirando con tensión, que él la besó y que, a continuación, “se besaron los dos”. Carretero afirma, entonces: “O sea, que se morreó con ella. Que es que dice ella que le metió la lengua hasta que casi no tenía respiración…”. Y zanja, con tono de conclusión, no de pregunta: “Se morrearon los dos”. Y de nuevo reitera, en tono afirmativo: “O sea, que en absoluto fue un beso con intimidación”. “Inicia usted y ella responde. Vale, perfecto, muy bien”, asiente para dejar definitivamente el tema ahí.
Unas horas antes, durante la declaración de Mouliaá, en relación a este episodio Carretero a le había preguntado: “¿Y qué le dijo usted cuando este señor hizo eso?”. Ella había contestado que se apartó, que le recriminó estar yendo muy rápido, que le entró la risa nerviosa y que se sentía “como sin respiración”. Y el juez, soltando una especie de risotada, le replicaba: “Ya, pero que has ido muy rápido… Pero usted, ¿le negó que hiciese eso? ¿Dijo usted ‘no hagas eso, me ha sentado muy mal’?”. “Me aparté”, repetía Mouliaá. “No, pero apartarse no… ¿Se lo dijo? ¿Le dijo algo?”, volvía a incidir el juez. Ella explica que no, que en ese momento se abrieron las puertas del ascensor y ya estaban allí las personas de la fiesta. Finalmente, el juez zanjaba el asunto con un “ah, se abrieron las puertas, bueno”, matizado con un tonito de escepticismo que no es la única vez que se le escapa a lo largo del interrogatorio. Si a alguien no le queda claro lo que trato de describir aquí y tiene interés en comprobarlo lo puede encontrar antes de llegar al minuto 10 de sendas declaraciones. Luego no mejora.
La manera en que el magistrado Carretero plantea las preguntas encierra sesgos que no son tan inocentes y que condicionan esa presunción de credibilidad
En fin, el asunto es que a ella la cuestiona, como para verificar si miente o dice la verdad, o qué contradicciones presenta su declaración. Y, sobre todo, parece poner en cuestión su manera de reaccionar. En algún momento del interrogatorio, Carretero se muestra sorprendido e indignado porque Mouliaá no se marchase corriendo de allí ante semejante invasión. Por su parte, en el interrogatorio de Errejón, le expone primero la versión que Mouliaá ha contado y acto seguido le pregunta, literalmente, si eso que ella ha dicho es verdad o no. Es decir, parece que le está pidiendo a él que corrobore si ella miente o dice la verdad, pero en ningún momento trata de que Errejón demuestre si lo que él cuenta es verdad o si es mentira. Podría, por ejemplo, haberle preguntado por qué interpretó él que Mouliaá quería que le entrase; cómo se aseguró de que quería; qué gesto o actitud o palabra de ella le pareció suficientemente claro en ese momento como para meterle la lengua; cómo se acercó a besarla; qué le hizo pensar que podía entrarle él a ella en lugar de esperar a que fuese al revés; por qué no prefirió esperar a otro momento en el que ambos pudiesen acercarse mutuamente.
Por supuesto, yo no soy jueza y no me corresponde a mí diseñar las preguntas pertinentes. Pero lo que sí tengo claro es que esa manera de plantearlas encierra muchos sesgos que no son tan inocentes y que condicionan esa presunción de credibilidad, empezando por dar por sentado que lo ideal es que un hombre sea quien activamente bese, probando suerte, a una mujer, que recibe el beso pasivamente. Y que, si ella no lo quiere, es sobre ella sobre quien recae la responsabilidad de resistirse con contundencia. Eso que antes se enunciaba como “no es no”. Pero el quid de la cuestión, aquí, es la sensación de que parece que el juez no necesite hacer apenas comprobaciones sobre el relato de Errejón. El expolítico le cuenta su movida, encogiendo los hombros como un gesto de “usted me entiende” y al otro todo lo que dice parece que le suena perfectamente razonable. Y, como al magistrado Carretero, una vez ilegalmente filtrados y mediatizados los vídeos, esto también le ha sucedido a una parte de la sociedad. Como si, en el momento en que un hombre cuenta su versión, nada de lo que ella haya contado valiese para nada ya.
A Juana Rivas se la creyó y apoyó de manera generalizada hasta que a Francesco Arcuri se le empezó a dar voz en la televisión, recoge un informe
Yo sí le creo, con sentencia o con asesinato
Lo anterior no es un hecho aislado. En otro de los casos de violencias machistas más mediáticos de las últimas décadas en España, el de Juana Rivas y Francesco Arcuri, se pudo observar una dinámica parecida. La investigación ‘Contar sin legitimar: violencias machistas en los medios de comunicación’, elaborado por Pikara Magazine y publicado por el Ministerio de Igualdad en el año 2022, analizaba cómo a Rivas se la había creído y apoyado de manera generalizada hasta que a Arcuri se le empezó a dar voz en la televisión. “La fecha clave fue el 4 de agosto de 2017, el día en que un magazine matinal decide entrevistar a Francesco Arcuri, expareja de Rivas. La entrevista se presenta como una fiscalización al maltratador, pero se convierte en un espacio para una versión de parte en la que él siembra la duda sobre Rivas”, se expone en el estudio.
En este caso, además, el efecto es especialmente sangrante porque se parte de una situación en la que existía una sentencia judicial condenatoria hacia Arcuri, pero “al negar la importancia de la sentencia, las informaciones comienzan a tratar el tema como una disputa entre dos partes privadas, un caso aislado o un culebrón familiar. La falta de contexto desvincula el caso del maltrato de él hacia ella y lo presenta como una historia en la que ambos tienen derecho a dar su versión”. En ese momento, la versión que Arcuri empieza a imponer es que Juana Rivas era “una mujer joven que se comprometió demasiado pronto y quería salir de fiesta, a lo que su marido ponía pegas, desencadenando discusiones, siempre entre ambos y en igualdad de condiciones”. Una mirada que, por supuesto, dentro de la lógica patriarcal, invita a pensar que ese pobre hombre con nombre y apellidos que narra que es quien cuida de su hijo y le pone el desayuno y le saca a jugar y le cocina al mediodía (¡hasta está deconstruido!) pueda haberle hecho ni a una mosca en su vida.
La complacencia de la sociedad hacia el discurso y los afectos de los hombres violentos tiene como resultado el borrado de las víctimas
Incluso en casos de culpabilidad con sentencia, la versión de los hombres puede llegar a ser increíblemente brutal. En el libro Reinventar el amor (Paidós, 2022), la escritora y periodista Mona Chollet recuerda el caso de un músico de rock, Bertrand Cantat, que en el año 2003 asesinó con un ensañamiento indescriptible a la actriz Marie Trintignant. En su vista con el juez dos semanas después, él se quejaba al magistrado de que nadie le estuviera preguntando si ella a él le había hecho algo, que nadie se preocupase por unos moretones que tenía, por intentar darle cabida a su versión. De hecho, cuando Trintignant se encontraba prácticamente terminal en el suelo del hotel donde la atacó, su asesino convocó allí a dos familiares de la víctima y comenzó a desahogarse y explicar, con absoluta sensación de impunidad, lo desgraciado que él se sentía, apelando a la empatía de los otros. Mucho tiempo después, en 2017, otro medio de comunicación hizo de las suyas también. La revista Les Inrockuptibles publicaba una portada con la foto del asesino con el titular ‘Cantat en son nom’ (“cantad en su nombre) y con una entrevista en la que él hablaba de lo mal que lo había pasado y su duro proceso emocional. La idea, eso sí, no tuvo una buena recepción en Francia. ¿Cómo puede una publicación llegar a plantear un relato, y publicarlo, que motiva la empatía emocionalmente visceral y políticamente descontextualizada con el asesino machista?
Hympathy, ¿quién no empatiza con ellos?
En su libro, Chollet se refiere a la tesis de la doctora en Derecho Lucile Cipriani para poner sobre la mesa “la complacencia de la cual da muestras la sociedad entera hacia el discurso y los afectos de los hombres violentos, una complacencia que tiene como resultado el borrado de las víctimas. (…) La complacencia concedida generalmente a la subjetividad, al bienestar y a las emociones de los hombres”, de manera que “la cultura siempre reserva un espacio para el discurso de los agresores”. Y menciona el concepto “himpathy”, acuñado por la filósofa Kate Manne, que viene a significar algo así como “la empatía hacia los hombres”. Una empatía que se proyecta hegemónicamente a toda la sociedad, incluidas las mujeres, socializadas para cuidar de las emociones de los demás. E, incluso, de nuestros propios agresores. Tal y como lo sintetiza Chollet, se trata de la “primacía de las emociones de todos los hombres, ese reflejo de identificarse con ellos, con sus vivencias y sus intereses, esta idea de que el papel de una mujer es comprenderlo y perdonarlo todo”.
La autora plantea que esa mirada patriarcal del mundo y al mundo, de tentáculos hegemónicos, condiciona el modo en que comprendemos y conceptualizamos nuestro alrededor. Y define, por tanto, con qué miradas acabamos empatizando mejor. En consecuencia, añado, también a cuáles de esas miradas les terminamos otorgando una mayor credibilidad.
Si los hombres cisheteros han sido históricamente los que han patrimonializado y decidido qué tenía que ser el sexo, ¿cómo no van a querer venir ahora a decir qué es violencia sexual?
El otro día, la periodista Diana Valdecantos me preguntaba para un artículo por qué los hombres se empeñan en explicarnos qué es la violencia sexual. Mi respuesta fue larga y aburrida, pero mi idea principal era: “Si los hombres cisheteros han sido históricamente los que han patrimonializado y decidido qué tenía que ser el sexo, ¿cómo no van a querer venir ahora a decir qué es violencia sexual?”. Y es que desde pequeñas hemos tenido que soportar que ellos nos impusiesen, por ejemplo, que para que algo fuese considerado sexo debía incluir una penetración (y de ciertas características), que todo lo previo eran simples preliminares. Llevamos toda la vida escuchando que lo que las lesbianas cis hacían entre ellas no era follar. Nos han arrebatado el espacio para que nosotras y nosotres podamos definir qué es el sexo, qué significa la agencia, qué se entiende por placer, cómo queremos que se produjese una situación de ligoteo, qué creemos que es lo sexy, qué defendemos como lo violento. Daba en el clave Silvia Nanclares cuando escribía en X que “lo más jodido es ver cómo Errejón habla de tú a tú con el juez, con un vocabulario compartido (por ejemplo calentón), mientras que no existe ni legitimidad ni lenguaje para expresar el espectro de las violencias sexuales que plantea Mouliaá”.
Pero claro, si nunca han tenido en cuenta nuestra existencia, nuestra experiencia, nuestra mirada al mundo activamente, ¿cómo va a existir un marco de emocionalidad social que posibilite la empatía con las vivencias y relatos de las mujeres? Y que haga que no haya que explicar, cada minuto de cada hora de cada día por qué muchas no denuncian, por qué tantas tardan años en hacerlo, por qué miles recurren a hacerlo anónimamente. O por qué es tan probable que después de una agresión vuelvas a hablar con tu agresor, vuelvas a quedar con él, vuelvas a bromear con él o incluso vuelvas a follártelo. ¿Por qué muchas no dicen que no y salen con quién se están sintiendo incómodas y se les escapa la risa floja?
¿Por qué no les dejamos a la primera salida de tono, por qué no nos piramos tras la primera agresión? Que nos lo expliquen los jueces, los medios y toda esa parte de la sociedad que empatiza y cree a nuestros agresores
Por cierto, lo de la “himpathy”, aquí, juega un papel fundamental. Mo es baladí saber, desde una mirada despatriarcalizada sobre la violencia y la autodefensa, que mostrarle empatía a tu agresor puede llegar a salvarte la vida (que se lo pregunten a Amy, la adolescente que en 1979 se libró de la muerte a manos del asesino machista en serie Rodney Alcala gracias a su decisión de empezar a bailarle el agua después de que ya la hubiese atacado). Y que estamos absolutamente socializadas para priorizar el bienestar de los hombres, para no incomodarlos, para que no se sientan violentados; a veces, incluso, por encima de nuestra propia seguridad. Doy fe de que es perfectamente probable en la institución heterosexual irte a dormir abrazando, para que se sienta consolado, a un pavo que acaba de estar a punto de matarte, a sabiendas de que te arriesgas a no despertar nunca al día siguiente, pero sintiéndote responsable de su malestar. Es perfectamente probable que un tipo te entre de forma invasiva y tú misma leerlo como “su manera de echarle huevos”, de “probar suerte”. Y de todo esto, al final, a las mujeres, y solo a las mujeres, se nos acaba culpando siempre. ¿Por qué no les dejamos a la primera salida de tono, por qué no nos piramos tras la primera agresión? Y respondo yo: que nos lo expliquen los jueces, los medios y toda esa parte de la sociedad que, por sistema, empatiza y cree a nuestros agresores, responsabilizándonos a nosotras.
En fin, con todo esto, parece que seguirá dando lo mismo si donde denunciamos es en una cuenta de Instagram en condiciones de anonimato (que claro, no deberían creernos porque podemos joderle la vida a un pobre hombre con mentiras sin contrastar), si lo hacemos en un artículo periodístico (que entonces bueno, los hechos pueden estar contrastados, pero somos tontitas, una mojigatas e incapaces de distinguir la violencia sexual del mal sexo, eso lo deciden ellos), o si nos dirigimos a un juzgado (que preserva la presunción de inocencia del señoro, pero que, como implica poner el nombre y la cara, solo puede significar que buscamos visibilidad, pasta o fama). Porque el problema ya no es que nos crean a nosotras o no. El problema, amigas, es que el mundo está configurado para que, por sistema, sea a ellos a los que se les crea.